Un libro es un nexo entre el autor y los lectores.
Es un eslabón que conecta y une muchas mentes,
y que existe solo cuando se lee.
Yuval Noah Harari. Nexus.
A la manera de un sueño
La creación literaria permite ser descifrada a la manera de un sueño. Lo dejó establecido Freud, que dedicó su empeño a Dostoievski y el parricidio; a «lo siniestro» en el cuento ‘El hombre de arena’ de Hoffmann; a un recuerdo infantil de Goethe en ‘Poesía y verdad’; al delirio y los sueños, en ‘La Gradiva’ de Jensen… En cada obra, el autor habrá dejado traslucir sus fantasmas: …lo temido; …lo deseado.
La índole sexual del tango fue advertida por muchos, no así la índole pendenciera. Es verdad que las dos son modos o manifestaciones de un mismo impulso, y así la palabra hombre, en todas las lenguas que sé, connota capacidad sexual y capacidad belicosa, y la palabra virtus, que en latín quiere decir coraje, procede de vir, que es varón. Parejamente, en una de las páginas de Kim un afghán declara: “A los quince años, yo había matado a un hombre y procreado a un hombre” (…), como si los dos actos fueran, escencialmente, uno. (Borges, 1930, p. 437).
Así aludía Francisco Isidoro Luis Borges en ‘El tango pendenciero’, a dos aptitudes que lo eludieron; una de las cuales, -sin duda- despertaba su admiración. En su texto postulaba a ambas como modos o manifestaciones de un mismo impulso (connatural al varón), que podría sintetizarse en el afán por desparramar la propia semilla… y eliminar a los competidores.
Didier Anzieu describió a Borges como “…un hombre inválido, …un gran tímido, …un niño educado en una campana de cristal por mujeres abusivas, quedando bajo la protección y dependencia de su madre toda su vida, sin buscar en otras mujeres más que breves encuentros…” (1978, p. 26). De hecho, no comenzó a trabajar (como bibliotecario, en la Biblioteca Municipal de Caballito) sino hasta los 39 años, al morir su padre.
En una suerte de sublimación restauradora, el intrincado universo borgeano reitera -una y otra vez- su obsesión por la vastedad del tiempo; la fascinación hipnótica de los laberintos; la memoria y el olvido; la multiplicación espectral de los espejos; las incontables formas del infinito… En su obra se devela al filósofo que lo habita.
Médico -a su pesar-, y formidable investigador, Sigmund Freud hizo de la escritura su propia herramienta terapéutica; tanto a partir de su autoanálisis¹ (en un profuso intercambio epistolar con Fliess), como de sus desarrollos científicos. Su escritura es tan extraordinaria que le valió ser galardonado con el Premio Goethe². Ahora bien, dado que -en gran medida- sus ideas y desarrollos teóricos están motivados en experiencias personales, o vinculados a éstas; y que, en efecto, la mayor parte de sus textos tienen carácter autorreferencial (Rodríguez, 2017), es de señalar que él mismo distinguió como actividades sublimatorias, esencialmente, a la creación artística y la investigación.
Pero entonces, ¿no hallamos -acaso- en todo texto, los procesos de búsqueda (y de transformación) que operan en su autor? Tal vez -particularmente- en la investigación científica, aún cuando pretenda la mayor formalidad académica, el escrito revelará (a veces discretamente, otras de un modo dramático y desgarrador), algo personal.
La búsqueda de sentido
Poco antes de contraer matrimonio -a los veintiún años-, los médicos dieron a Stephen William Hawking un pronóstico de vida de apenas dos años. Es posible que este suceso explique de alguna manera el interés que luego despertara en él la problemática del tiempo y su irreversibilidad; así como el desarrollo de sus insólitas ideas en relación a ésta. Una de ellas, la denominada: «suma sobre historias», es el supuesto de que no existe una única historia del universo, sino más bien una colección de todas las historias posibles e igualmente reales, “sea lo que fuere lo que ello signifique” (Hawking; 1988); la otra –necesaria para dar sentido matemático a la primera- es la del tiempo imaginario.
Hawking nació en Oxford en 1942³. Sus amigos lo recuerdan como un niño torpe e inseguro, si bien su torpeza no se relacionaba con la enfermedad ulterior -y hasta un poco desaliñado-, aunque ciertamente ingenioso. Toda su familia era de algún modo excéntrica. Su padre, que era especialista en enfermedades tropicales, se veía por esto con frecuencia forzado a viajar fuera del Reino Unido. Con él mantuvo Stephen intensas discusiones acerca de su formación universitaria, pues mientras él deseaba estudiar física y matemática, el padre prefería que siguiera sus pasos en medicina.
En Oxford Hawking no se destacó por sus calificaciones, sino por la agudeza de su pensamiento; de todos modos optó por continuar sus estudios en Cambridge, donde al finalizar su primer año, pese a no haberlo comentado aún con nadie, ya experimentaba síntomas de la enfermedad; pero durante el Año Nuevo de 1963 éstos se hicieron tan evidentes que se vio obligado a efectuar una consulta médica. El diagnóstico era incontestable: Esclerosis Lateral Aminotrófica (ELA), también conocida como enfermedad de las neuronas motoras, que afecta las zonas del sistema nervioso vinculadas precisamente a estas funciones, ocasionando el deterioro progresivo de las células, la parálisis por atrofia muscular, y eventualmente la muerte por asfixia o neumonía. La enfermedad no compromete al cerebro de modo que: ni el pensamiento ni la memoria experimentan cambios perceptibles, pero si bien los síntomas no son dolorosos suelen ser acompañados por una depresión severa.
El conocimiento de su enfermedad a los veintiún años, produjo en él una profunda crisis personal. “Antes de que me dieran el diagnóstico -dijo- la vida me aburría. Nada merecía la pena. Pero poco después de salir del hospital soñé que iban a ejecutarme. Repentinamente comprendí que podría hacer muchas cosas que valían la pena si era indultado”. En efecto, Hawking llegó a hacer muchas cosas; aunque en 1979 apenas pudo estampar su firma por última vez.
Tiempo después apenas tendría movilidad en la punta de dos dedos de su mano derecha, con los que pulsaba un botón para operar el sintetizador de voz que, conectado a un programa de ordenador, le permitía seleccionar las palabras que visualizaba en un monitor para armar sus frases. Un par de ayudantes y su enfermera personal -que le acompañaba permanentemente-, se encargaban de limpiar la baba de su boca y triturar la comida para que pudiera digerirla…
Hawking se consideró siempre un hombre afortunado al haber elegido la física teórica, pues como afirmaba: “todo está en la mente”. De cualquier manera, puede que resulte paradójico que alguien tan interesado en develar los secretos del universo, apenas haya mostrado curiosidad por mirar a través de un telescopio.
No parece claro qué dio origen a su enfermedad; pero sí se puede sospechar que en la misma halló una fuente para su original pensamiento, en tanto la orientación de ninguna investigación puede desarrollarse divorciada de las necesidades psicológicas de quien la organiza, y todo científico crea, en buena medida, al objeto que se propone explorar.
Hawking, al igual que Einstein, no se destacaba en matemáticas y las ecuaciones nunca fueron su fuerte, por lo que buscó la colaboración de Penrose y luego de Raymond Laflamme para corroborar sus cálculos.
“Creía que el universo tenía que volver a un estado de calma y orden cuando empezara a contraerse -afirmó-. Así, durante la contracción la gente viviría sus vidas al revés. Morirían antes de nacer y se volverían paulatinamente más jóvenes a medida que el universo se empequeñecía. Finalmente retornarían al útero y desaparecerían” (Hawking; 1991).
No es necesario ser psicoanalista para entrever aquí cómo la subjetividad atraviesa la racionalidad científica. El psicoanálisis ofrece un significado que no excluye otros, ya que siempre hay múltiples posibles interpretaciones para la conducta humana; pero resulta obvio que la pesadilla personal de Hawking devino en motivación de su búsqueda intelectual: la pregunta es subjetiva, en tanto que la ciencia es sólo el modo escogido para alcanzar una respuesta posible.
“Si se puede viajar por medio de los agujeros negros -sostenía Hawking (1991)-, no parece que haya nada que impida a uno volver al punto de partida antes de haberse ido. Se podría enseguida hacer algo así como matar a la propia madre, lo que le impediría a uno, en primer lugar, emprender el viaje. (…) Sin embargo -continuaba con humor-, afortunadamente para nuestras madres, parece que este tipo de viajes no es posible, o por lo menos no lo es de acuerdo a nuestro conocimiento actual… Si el viaje al pasado realmente fuera posible -agregaba-, una oleada de turistas del futuro invadiría nuestro tiempo”.
Finalmente los cálculos de Laflamme probaron a Stephen que estaba equivocado: “El tiempo no cambiará de dirección cuando el universo empiece a contraerse. La gente envejecerá como siempre -advirtió-, por lo tanto no merece la pena esperar a que el universo vuelva a comprimirse para poder recobrar la juventud”.
Terminó entonces proponiendo una dimensión imaginaria del tiempo a partir de la cual es posible pensar en un universo basado en la ausencia de límites. En semejante universo ni el espacio ni el tiempo tienen principio o final, no pudiendo ser ni creados ni destruidos; aún así la polarización del tiempo aumenta con la complejidad, la irreversibilidad temporal es directamente proporcional a la entropía.
“Quizá el tiempo imaginario -diría entonces.- sea el auténtico tiempo real y lo que llamamos tiempo real sea sólo un producto de nuestra imaginación. Quizá ese tiempo real sea solo un concepto que hemos inventado para ayudarnos a describir el universo tal como pensamos que es” (Hawking, 1991).
Una necesidad.
Abundan ejemplos (el mismo Freud podría sobradamente ser uno de ellos) de que tanto en la creación literaria como en la escritura científica, es posible hallar motivaciones que exceden los intereses aducidos por su autor.
Por cierto, al llevar el pensamiento a la escritura es posible rescatar -o acaso elaborar- aquello que alguna vez nos conmoviera de manera especial. De manera que en la elección del «tema» de un ensayo, una monografía, o una Tesis, no cabe el azar; siempre habrá algo personal e íntimo, aunque imposible de ocultar. Tal vez, el interlocutor de ese texto -su destinatario-, solo forme parte del escenario imaginario del autor.
Un escrito académico puede parecer -apenas- un requisito formal; pero sólo podrá llegar a plasmarse si deviene una necesidad para su autor. Solo entonces habrá llegado a ser un instrumento de aprendizaje; marca permanente y recuperable, a través de la cual la búsqueda de sentido resulta posible.