Los profundos cambios desatados en la dinámica familiar a raíz del advenimiento de la adolescencia remedan los que enfrenta la pareja parental frente al nacimiento de un hijo. Primero, porque el transbordo imaginario patrocinará el alumbramiento del sujeto en el mundo cultural adulto. Luego, porque la conflictiva transición por la que el hijo atraviesa termina transformándolo en una suerte de conocido-desconocido para sus propios padres.
Este segundo nacimiento va a resultar correlativo de la suscripción de una nueva alianza inconciente que estructure y organice la dinámica familiar. Este segundo contrato narcisista cuenta en su haber con un antecedente fundacional. Es que su primera suscripción se produjo antes de la concepción del sujeto, durante el curso de su gestación, o resultó enmarcada por las luces y el sonido que lo aguardaban al final del canal de parto. Fue en aquella situación originaria y originante donde se le asignó al recién nacido una dotación identitaria y un legado a sostener dentro del grupo familiar que lo trajo al mundo.
Con todo, para esta segunda entrada a escena se solicitará como requisito la presencia activa y conciente del sujeto en la ceremonia protocolar de esta signatura. De este modo, a partir de la semiautonomía que introduce la condición adolescente tanto la pareja parental como sus vástagos se verán obligados a renovar las investiduras y las incumbencias de sus posicionamientos subjetivos y sus dotaciones identitarias a raíz de los cambios físicos y mentales que han sufrido todos los miembros de la familia.
De este modo, la configuración familiar resultante de esta segunda signatura contractual va a alcanzar un nuevo equilibrio. Es que de ahí en más el joven tendrá voz y voto en una serie de temas que incumben a su persona, a sus otros significativos y a la dinámica familiar. A la vez, su inclusión en el medio cultural adolescente a través de la afiliación a sus grupos de pertenencia contribuirá a desestabilizar la tabla de valores e ideales detentada por el imaginario familiar gracias al masivo ingreso de un conjunto de significaciones imaginarias sociales.
Justamente, el pasaje de la filiación a la afiliación desatará la escalada de tensiones que conducirá a la constitución del escenario que albergue y sostenga el indispensable enfrentamiento generacional. Este es el comienzo de la larga marcha que conducirá hacia el desprendimiento material y simbólico del contexto familiar y al desasimiento de la autoridad parental. El camino a recorrer deberá contar con los apuntalamientos necesarios para que la marcha no se interrumpa, o bien, se aborte a raíz de los diversos escollos y tropiezos que se irán haciendo presentes. Las instituciones, los grupos y los vínculos jugarán un papel decisivo en su calidad de puntales a la hora de obtener un lugar en el mundo de la cultura adulta.
Las vicisitudes en torno a la gestación del nuevo equilibrio familiar serán las que forjen la posibilidad de solicitar una consulta o formular una demanda de tratamiento. Su concreción podrá acaecer a partir de la incipiente incomodidad de una perturbación, de la incontrastable expresión de un desorden psicofuncional o del sordo clamor de una sintomatología expresada a través de un miembro de la familia, o bien, de la dinámica vincular. De esta suerte, cuando el protagonismo de la afección se centra en el adolescente, este va a convocar por distintos medios la atención de sus otros significativos. No obstante, va a depender de la respuesta que obtenga de estos para que la conflictiva en ciernes pueda hacerse visible e interactuar en diversos escenarios, o bien, que se mantenga en estado larvario hasta su posterior eclosión.
La instrumentación de la consulta deberá jerarquizar quien habrá de ocupar el lugar de paciente y quienes, si es necesario y oportuno, acompañaran el proceso que se está poniendo en marcha. La configuración de este contexto dependerá de la siguiente combinatoria: la edad del protagonista, el momento vital que esté cursando, las características de su situación psíquica (o sea, el grado de compromiso con la perturbación, el desorden o la sintomatología en juego), la estructura del grupo familiar y la dinámica desplegada en el seno del mismo.
En dicha consulta, de no mediar conflictos que lo impidan, los padres tratarán de exponer las razones por las cuales la dinámica cotidiana de la vida familiar se ha tornado dificultosa, angustiante, insostenible, indigerible y/o intoxicante. O bien, de cómo un hecho y sus consecuentes incidencias impide la comunicación, la contención, la reflexión, la ayuda y/o la puesta de límites. De esta forma, el relato pondrá en el centro de la escena a un hijo díscolo que se aísla, enmudece, maltrata, desobedece, ignora, descalifica, se deprime, desafía, etc.
A partir de esta delimitación inicial de sufrimientos y responsabilidades el camino a transitar se poblará de bifurcaciones en función de las características de las parejas parentales. Es que cada una de ellas contará con una estructuración fantasmática singular originada a partir de la suscripción de sus respectivas alianzas inconcientes, las cuales contribuirán al mantenimiento del statu quo de los vínculos matrimonial y familiar. Estas alianzas, en su carácter de formaciones psíquicas intersubjetivas, determinarán las condiciones por medio de las cuales se configura el imaginario familiar, el cual definirá los posicionamientos subjetivos que habrán de ocupar padres e hijos en la dinámica vincular. Este imaginario regulará las formas de reacción frente a una crisis que se halla en ciernes, que ya instaló sus cabeceras de playa, o peor aún, que terminó por adueñarse de la dinámica familiar.
La presencia y el accionar de las alianzas inconscientes van a garantizar la configuración de funcionamientos específicos en el seno del registro intrasubjetivo y a sustentar la formación de redes intersubjetivas. En este sentido, el contrato narcisista se verá suplementado por su contraparte, el pacto denegativo. El aspecto organizador de los vínculos que éste despliega delineará el campo de representaciones, afectos y deseos que deberá quedar excluido de los intercambios intersubjetivos y del comercio asociativo intrasubjetivo según el ejercicio de alguna de las operatorias defensivas (represión, desmentida, repudio, depositación o enquistamiento). Por tanto, su suscripción por parte de la pareja parental adquiere una connotación fundacional al momento de la estructuración del vínculo matrimonial.
No obstante, más allá de su potencia estructurante y de su fuerza de sustentación, la estabilidad de las alianzas inconcientes se verá invariablemente alterada durante los períodos en los que el entramado vincular atraviesa una crisis. Por esta razón, en ocasión del despuntar de la condición adolescente alguno de estos afectos, representaciones y deseos interdictos por el pacto denegativo puede emerger de las sombras que lo ocultan y protegen. Su aparición puede recalar en el formato de una perturbación, un desorden, de una sintomatología o como la traza que deja la acción de un modelo identificatorio en la persona de alguno de los hijos.
Es de esta forma como el protagonista de la crisis se hará depositario de una problemática que lo excede en tanto pertenezca a uno de los padres, a ambos, o bien, su origen sea de puro cuño transgeneracional. Quedando así investido por el accionar inconsciente de alguna de las funciones fóricas (porta-voz, porta-síntoma, porta-sueño, porta-ideal, porta-muerte, porta-silencio, porta-memoria, porta-sufrimiento, etc.)[1]. La existencia de esta investidura implica que la operatoria defensiva sobre la base de la cual se estructuró el pacto denegativo se habría activado de forma inmediata para dejar a salvo a la pareja parental de una irrupción deletérea tanto para su equilibrio vincular como para el imaginario familiar.
Asimismo, cuanto más primario sea el mecanismo defensivo sobre el cual se estructuró el pacto denegativo mayor resistencia se desplegará sobre la revisión de las implicancias que pudieron contribuir en la deflagración de la crisis que protagoniza el adolescente. De este modo, algunas parejas parentales buscarán desmarcarse de su implicación y responsabilidad desplazándolas sobre la conflictiva que porta y soporta el protagonista. Otros padres, en cambio, invadidos por el miedo o la desesperación inculparán directamente al protagonista y/o a su entorno (amistoso, social o institucional), responsabilizándolo por la crisis y sus vicisitudes asociadas. Deslindando de plano cualquier tipo de incumbencia o de participación en el conflicto desatado, en un intento de sustraerse de un replanteo autocrítico que pueda llenarlos de culpa, o bien, muestre tanto sus limitaciones como sus aspectos alienados.
Sin embargo, algunas parejas de padres estarán dispuestas a incluirse en el escenario donde se desarrolla la crisis, aceptando dentro de una graduación de matices sus propios papeles y responsabilidades. Esta actitud más flexible y empática va a permitir contextuar el protagonismo del joven desde el punto de vista de una producción individual, vincular y familiar. La emergencia de esta diversidad de posicionamientos subjetivos parentales marcará con su colaboración y su acompañamiento el rumbo y las posibilidades de llevar adelante desde una serie de entrevistas a un tratamiento propiamente dicho.
Con todo, resulta necesario considerar las oportunidades en que los padres movilizados por el sufrimiento del hijo consultan con la fantasía de extinguir el conflicto de manera inmediata, auspiciados por la intención inconsciente de encontrar un depositario que se haga cargo tanto de la situación conflictiva como del protagonista de la misma. Esta actitud tiende a delinear un escenario que puede virar de una idealización inicial a una paulatina decepción a medida que los padres se vayan percatando de la profundidad de la crisis y del tiempo a invertir en su abordaje y elaboración. Si esta situación crítica puede ser superada resulta posible lograr un reposicionamiento familiar frente a la conflictiva del protagonista. Esto le permitirá al proceso recién iniciado continuar su curso apuntalado sobre el grado de implicación alcanzado por parte de los padres y el resto de la familia. En caso de que este escenario no llegue a consolidarse, nos enfrentaremos al peligro de una eyección prematura del marco psicoterapéutico.
Asimismo, cuando los padres consultan a partir del propio sufrimiento pueden solicitar un tratamiento dentro de un encuadre individual, siempre y cuando éste no atente contra el statu quo familiar. Es que un encuadre multipersonal puede desatar un conjunto de movimientos resistenciales que finalmente desemboquen en un cuadro de ausencias o deserciones. Esta dinámica familiar posibilita una serie de riesgos a la incipiente vinculación entre el protagonista y el psicoterapeuta. Como el de quedar varados en una estéril lucha en soledad contra un frente familiar homogéneo orlado por la indiferencia o la descalificación. O bien, verse apartados por una interrupción brusca del tratamiento forzada por el poder que detentan los padres. Un tercer riesgo sería el de recrear entre el adolescente y psicoterapeuta una forma imaginaria de estructura familiar alternativa, que supla a la ausente o a la deficitaria y donde el deseo de mutua adopción selle una alianza que pueda devenir tan inútil como alienante.
Por tanto, sea cual fuera el punto de vista teórico-clínico desde el cual nos posicionemos, los padres van a estar desde el inicio involucrados en el trabajo con el adolescente. Su decisiva presencia se va a manifestar tanto en el ámbito psíquico del protagonista como en la vinculación que el psicoterapeuta mantenga con él, en tanto fueron la fuente y el motor de su mundo interno y de sus modalidades de interacción. Además, son ellos quienes piden la consulta, quienes van a aceptar o rechazar la indicación psicoterapéutica, quienes sostendrán o interrumpirán el tratamiento acordado y quienes habrán de colaborar o sabotear el proceso puesto en marcha. De este modo, el trabajo con la pareja parental tanto en su calidad de figura como de fondo, se constituye en una herramienta fundamental a la hora de la deslocalización del protagonista de las problemáticas enajenantes provenientes de su entorno familiar.
En consecuencia, en ningún caso podremos evitar la confrontación con el precipitado de sus producciones subjetivas pretéritas, ya que son el corolario de la signatura plasmada tanto en sus contratos y pactos originarios como en los suscritos con posterioridad. Tampoco podremos evitar en el trabajo con el protagonista y/o con los padres, el enfrentamiento con las consecuencias de sus producciones subjetivas presentes. Es que éstas van a resultar tributarias de la perspectiva con la que aquellos han de enfrentar la crisis, al protagonista de la misma, al marco de trabajo propuesto, al proceso clínico y al profesional a cargo.
No obstante, este planteo centrado en las vicisitudes derivadas del abordaje de la pareja parental resultaría fragmentario si no incluyéramos una condición agravante para el desarrollo y perdurabilidad del trabajo clínico. Es que ya centellee en el resplandor de la conciencia, ya permanezca en la oscuridad de lo ignorado, la temible idea de un fracaso en su rol de padres con su consecuente injuria y dolor narcisista entrará a escena. A la sazón, será en el curso de las entrevistas, o del tratamiento, que resultará imperioso desactivar las dimensiones culpabilizante y paralizante de esta idea. De lo contrario, sea por su desesperada represión, desmentida o repudio, sea por su flagelante aceptación, esta idea y sus consecuentes posicionamientos subjetivos también interferirán en el progreso de la salida de la crisis.
Será así posible trazar la línea invisible que une dos profundos padecimientos en el territorio de la autoestima. Por un lado, el del narcisismo injuriado de los padres frente a la decepción, la rabia y la culpa en la que se hallan inmersos a raíz de la constatación de que algo falló en el desempeño de su función. Por otro, la conflictiva crisis que atraviesa el joven en transbordo imaginario, en tanto él mismo se encuentra en el complejo proceso de su propia refundación narcisista. Justamente, la combinación de estos padecimientos puede profundizar las pérdidas sufridas en la dimensión de los apuntalamientos vinculares, ya que en tanto los padres se encuentren reparando las mismas heridas que el hijo van a quedar interferidos, obstaculizados o impedidos de aportar el auxilio y el acompañamiento que éste necesita.
Por lo tanto, la gravitación que ejercen las diversas configuraciones vinculares con las que se enlazan las alianzas inconscientes resulta definitoria frente a la posibilidad de iniciar un tratamiento. Asimismo, esta gravitación habrá de influir sobre las condiciones que determinarán la continuidad o la interrupción del mismo. Es en este sentido que los discursos, acciones u omisiones que se desprendan de la actitud que asuma la pareja parental deben ser incluidos como un material de pleno derecho dentro del marco de trabajo clínico. A fortiori, es necesario dotarlos de un estatuto específico para que su abordaje a través de las técnicas adecuadas permita contenerlos, neutralizarlos y/o modificarlos. Cuando esto no resulta posible y, aún así, el tratamiento da comienzo, tiene altas chances de que sus días estén contados.
La importancia que reviste el trabajo de la intersubjetividad está directamente relacionada con el papel que cumplen los otros en la constitución de la subjetividad. Es que este trabajo que inauguró la vida psíquica del sujeto en aquel encuentro inaugural no actúa de una vez y para siempre, sino que será convocado nuevamente en las diversas oportunidades en que la presencia de los otros sea imprescindible como lo es durante la transición adolescente. De este modo, los otros deben garantizar con su presencia y su accionar, aún con las fallas que puedan emanar de su función, que la demanda de apuntalamiento y acompañamiento que los jóvenes requieren para poder transitar esta crisis vital sea correspondida.
La introducción del trabajo de la intersubjetividad surgió como una necesidad ligada a las dificultades que se presentaban a la hora de apuntalar y acompañar a los jóvenes en su transbordo. Este acompañamiento que implicaba propiciar y sostener la remodelación identificatoria, subsanar las fallas en la inscripción de ciertas redes de significantes, crear las condiciones para el desprendimiento en las familias que no las generaban y abordar las patologías que se presentan a raíz de estos u otros factores, no siempre era posible en las condiciones de un encuadre bipersonal. Por esta razón, la presencia de los otros significativos en el espacio donde se trabaja la reformulación del psiquismo adolescente se puede transformar en una cuestión ineludible, porque el trabajo de la intersubjetividad posee una doble ventaja. Por una parte, permite el reposicionamiento de los sujetos dentro del contexto vincular y, por otra, pilotea la reorganización de la economía de las investiduras libidinales (ya sean las del registro narcisista, ya las del objetal).
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