NÚMERO 10 | Marzo, 2014

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Nuestra Gente

Entrevista a Joaquín Hernández Moronta | Cynthia Tombeur

Cynthia Tombeur: Teniendo en cuenta el tema de la revista en esta oportunidad y conociendo un poco parte de tu historia, quisiera que nos cuentes cómo fue tu tránsito por la institución y profesión religiosa y, luego, cómo elegiste dejarla para desempeñar otra profesión como es la de psicoanalista. Primero contanos de dónde sos.

Joaquín Hernández Moronta: Soy de un pueblito de Salamanca, Aldeadávila de la Ribera del Duero, que está en la frontera con Portugal. En mi pueblo íbamos a la escuela primaria; yo tenía un hermano cinco años mayor que era brillante en la escuela y, por ende, yo quería ser y saber como él. El trabajo que se hacía en el campo era muy duro, se vivía de lo que se cosechaba nada más, no había dinero. Se vivía muy austeramente, pero no faltaba nada, era la época de Franco. Había una costumbre de que las congregaciones religiosas, los frailes iban por los pueblos y hablaban con los maestros y el cura para averiguar cuáles eran los chicos más aplicados. Mi hermano también estuvo a punto de irse. Entonces llevaban a los chicos a los 11 años al seminario menor, hacían el secundario y los iban estimulando para que hagan la vida religiosa, consagrada. Entraban a los 15 años al noviciado, estudiaban filosofía y teología, se recibían y se ordenaban de sacerdotes religiosos. Cada congregación tenía un oficio social; además eran ordenados sacerdotes.

CT: ¿A qué distintas cosas se pueden dedicar?

JHM: Algunas congregaciones son históricas y luego fueron cambiando. En la congregación donde entré, se vestía un hábito blanco con una cruz roja y azul y capa negra, era de la Santísima Trinidad. Fue fundada en 1198, es una orden mendicante, mixta. Esta orden nació para una función social que era “el rescate de los cautivos” que eran llevados por los moros a las costas de África. Secuestraban gente de las costas de España e Italia y se la llevaba cautiva; y después pedían rescate. Tenían mazmorras que son cárceles bajo tierra. Cervantes estuvo cautivo y fue rescatado por un fraile trinitario mendicante. Había sido atrapado en la batalla de Lepanto, le cortan el brazo y lo llevan a Argelia; lo rescata Juan Gil, él mismo lo cuenta en el Quijote. Entonces, cuando rescataban a los cautivos los llevaban a los hospitales, los curaban y los mandaban a su casa. El dinero que tenían lo conseguían pidiendo limosnas para rescatar cautivos. Iban 4 o 5 frailes y negociaban con los jeques árabes para comprarles esclavos o cautivos.

CT: Para liberarlos…

JHM: Sí, sí. Serían como las ONG de ahora. A ellos los confundían con los cruzados porque tenían esa cruz, pero era una congregación religiosa mixta que se dedicaba a la vida activa y a la vida contemplativa cuya función social eran las obras de misericordia como  rescatar a cautivos, cuidar a los pobres y a los enfermos. La época en la que yo ingreso es distinta, se dedican a la enseñanza en algunos colegios y a ayudar a la gente pobre; hoy se están dedicando mucho a las cárceles allá en España. Mi ilusión de ir era por dos motivos: uno, debido a la famosa culpa que te forman en la escuela, en la casa y en la iglesia; todo parecía que era pecado y yo pensaba que haciéndose religioso no tendría más pecado ni culpa, una creencia (teoría) infantil. Y el otro motivo era que la única manera de saber y poder estudiar, era yéndome porque a mí no me gustaba el trabajo del campo. Físicamente no era muy fuerte, era frágil, me enfermaba; al principio era muy delicado de salud, después desarrollé bien. Y mi ilusión era que  yendo al seminario iba a estar bien del todo. En mi casa comía muy bien, pero en el seminario recuerdo que nos daban de comer muy mal, la comida era muy precaria, muy pobre, pasábamos hambre y nos castigaban dejándonos sin comer si nos portábamos mal y nos pegaban, pero prefería eso antes que volver a mi tierra.

CT: ¿Por qué?

JHM: Porque me parecía que allá no tenía futuro.

CT: ¿Y dónde era el seminario, en qué lugar?

JHM: En una ciudad céntrica Alcázar de San Juan, en la provincia de Ciudad Real, comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, a 150 km de Madrid. Yo no me quería ir a casa. Expulsaban  a muchos chicos cuando se portaban mal o algunos se iban porque no aguantaban Era un régimen muy estricto. Nos castigaban, nos pegaban.

CT: ¿De qué cantidad de chicos estamos hablando?

JHM: En el curso de primer año me parece que éramos 60 nuevos.

CT: ¿Cuántos años eran de estudio?

JHM: En aquel momento eran 4 años de seminario menor, cuando cumplías los 15 años venía el noviciado. Los primeros tres años estuve en el Alcázar de San Juan que es una ciudad grande. Otro año estuve en un Santuario en plena Sierra Morena, éramos salvajes y libres, como los ciervos que correteaban y saltaban por esas sierras pobladas de jaras, tomillo, romero, encinas y madroñeras. Ahí éramos 27 estudiantes, estábamos en cuarto año, pero mal porque los profesores sabían menos que nosotros. Hicimos el cuarto año de bachillerato y a los 15 años me fui a Antequera que es de la provincia de Málaga donde realicé mi noviciado, una vida de régimen estilo edad media con hábito blanco, de lana y sandalias en verano e invierno. El invierno andaluz no es muy crudo. Te estoy hablando del año 1961, previo al Concilio Vaticano II. Ese año fue una prueba de fuego, fue la época del desarrollo sexual donde la sexualidad era tabú, reprohibida y reprimida. Ni siquiera se podía nombrar. La angustia y el sufrimiento que eso provocaba eran muy arduos. Lo que estimulaba a soportar era la prédica de la fe y de la espiritualidad con lo cual invitaba a un nivel de sublimación muy exigido. No era la represión típica de un cuartel ni de una cárcel, sino que era la promoción de un pensamiento espiritualista como formación sublimatoria que se lograba bastante. El que no podía resistir se iba. Es parecido a lo que hacen los orientales en el entrenamiento y el cultivo del espíritu. Algunos entraban en grados de crisis muy graves, iban al médico o terminaban yéndose porque no aguantaban. A este estado se le denominaba la época de los escrúpulos por lo cual, los que la padecían, iban a confesarse todos los días.

CT: ¿Es decir que la interpretación que le otorgaban era que estaban enfermos y no que la situación los enfermaba?

JHM: Así es. Se hablaba muy poco; teníamos espacios de recreación, jugábamos al futbol, pero había mucho silencio, la meditación era en silencio; se cultivaba también mucho la música, el canto, el rezo de los salmos de la Biblia, cantados o entonados. Diariamente, en ciertos horarios, se hacían esos rezos. El noviciado era una vida contemplativa. Salíamos a pasear solamente una vez por semana, todos juntos, a las afueras de la ciudad. Era una vida consagrada, como las monjas de clausura, pero podíamos salir un día. El año de noviciado culmina con la profesión simple de los tres votos: los votos de castidad (no puedes tener relaciones sexuales), de obediencia (debes obedecer a tus superiores) y de pobreza (no puedes tener riquezas) so pena de pecado y castigo, en forma  temporal, y tienen validez por tres años. Sacrificas la libertad, la voluntad, el dinero y la sexualidad como una consagración a la obediencia divina representada en la autoridad del superior. Después terminas el bachillerato que quedó interrumpido por el noviciado, o sea, quinto y sexto año y algunos hacían el preuniversitario que sería como el Ciclo Básico Común (CBC) de acá. Era en forma privada, no tenías título oficial. Al convento venían profesores de afuera y cuando no sabías algo te pegaban; esto estaba autorizado. No solo eso, sino también que te pegaran tus padres y los maridos a las mujeres. Era la época de Franco, eran muy brutos y decían: “La letra con sangre entra”.

Concluí en Antequera el 5º y 6º año de bachiller y me fui a Córdova a estudiar Filosofía Escolástica durante 2 años. Seguí cultivando el tema del arte, la música. Aprendí a tocar el violín, otros, el piano. Eso nos ayudaba mucho, y teníamos actividades pastorales como ser: dar catequesis en la parroquia, hablar con la gente, organizar grupos juveniles, actividades deportivas y otras.

CT: ¿Todos esos años de estudios los costeaban tus padres?

JHM: No. Mis padres pagaron los 4 primeros años, creo que eran 100 pesetas mensuales, más libros, ropa y viajes. Para ellos era un esfuerzo porque no tenían dinero, solo comida; mi madre me enviaba todos los meses un paquete que compartíamos entre todos. En el noviciado pasamos mucha hambre, no solo por la comida, sino también por los ayunos y abstinencias. Algunos se enfermaban, a mí una vez me dieron vitaminas, imagínate que era una época de pleno desarrollo. La comida era paupérrima y había una teoría de que la comida te excitaba sexualmente, entonces se hacía mucho ayuno, mucho rezar, poco comer, el placer era prohibitivo, era el demonio. La austeridad y el sacrificio salvaban el alma y los enemigos del alma eran el demonio, el mundo y la carne; era un intento de dominar las pasiones y la sexualidad. Freud decía, pero con otra interpretación, domeñar las pulsiones por la reflexión y la toma de conciencia.   

CT: ¿Y nadie cuestionaba eso?

JHM: No, porque eso era voluntario, era elegido. Hay curas diocesanos que solamente estudian para ser curas, pero no hacen vida comunitaria, dependen directamente del obispo. Estas son congregaciones religiosas consagradas. Elegí esto porque me parecía que era lo que me iba a proteger y ayudar a crecer y desarrollarme. Lo cierto es que cuando iba a estudiar teología, luego del período del estudio de filosofía, me mandaron a Roma. Yo no quería porque era un desarraigo muy fuerte; éramos cinco. Allí entré en una crisis muy grande porque no me adaptaba, éramos tres los que no nos adaptábamos. Y ese año, yo que siempre había estado bien en el estudio, fracasé. Me bocharon en la mitad de las materias y era porque no podía estudiar. Tuve un proceso de consulta con un padre dominico, doctor en Derecho matrimonial, que era genial y con quien iba a hablar todas las semanas. Era como mi director espiritual, mi psicólogo, y me ayudó muchísimo en esa situación. Al tercer año de estar en Roma, decidí tomarme un año sabático.

Tengo que contarte que cuando llegué a Roma había terminado el Concilio Vaticano II con Pablo VI, que fue algo  maravilloso para la Iglesia, una apertura como si te dijera “abramos las ventanas aunque nos resfriemos”, decía Juan XXIII. Algo parecido al fenómeno de Francisco, pero imagínate que era una iglesia hasta ese momento cerradísima, dogmática al máximo. Juan XXIII y Pablo VI la abrieron. Yo conocí a Pablo VI, estuve al lado de él. Hizo muchos viajes, se abrazó con los distintos representantes de otras religiones, fue a reconciliarse con todas las religiones del mundo que durante cientos o miles de años la Iglesia estuvo peleada. Eso fue muy abierto y ayudó mucho.

Teníamos profesores en la universidad de Roma que eran espléndidos, con una apertura de pensamiento impresionante, por lo que decidí tomarme un año sabático en el que se me presentaron muchas dudas de continuar o no. Quería estudiar Psicología. Los salesianos tenían en Roma un instituto de Psicología; nos habían hecho un psicodiagnóstico extraordinario, nos tomaron toda una batería de test, la figura humana, el TRO, Roscharch, entrevistas y después nos dieron una devolución escrita a cada uno de nosotros y otra al Director. De la mía recuerdo que me dijeron que sobrevaloraba mucho el concepto de amistad y que tenía muchas dudas.

Cuando terminé el tercer año de Teología, eran cuatro años, pedí un año de exención y me fui a España. Busqué trabajo en Madrid y trabajé en un bar, restaurant, durante un año y medio. Mis padres, desde chico, no querían ni me veían condiciones para el seminario. Mi madre quería que me quede allí para ayudar en el campo, pero a mí no me gustaba; insistí mucho y mi padre me autorizó. Él era un hombre que hablaba poco y mi madre era de armas tomar. Eso me llevó años de terapia. Ellos esperaban que el menor de la familia fuera una nena para que ayude en las tareas domésticas y al ser varón igual pretendían que ayudara en esas tareas y me volvía loco. A veces los ataques histéricos de mi madre me daban terror, me asustaba mucho, era muy inteligente, pero muy brava. Por otro lado, era muy trabajadora, muy hacendosa y cariñosa en cuanto a los cuidados, atención y preocupación —¡cocinaba como las diosas!— (a mí me gusta cocinar).

Me llevó algunos años de análisis lograr entenderla y quererla con ternura y libertad. Logré también demostrárselo por carta y personalmente durante las veces que viajé en vacaciones. Mi madre de 12 años y su hermana mayor fueron huérfanas de padre. Se vio obligada a sostener la casa y viajó a la capital para trabajar como sirvienta durante 15 años en donde la sorprendió la guerra civil de 1936. En esas épocas y en esa cultura no se acostumbraba a que los padres fueran demostrativos en los afectos: “¡Los hijos debían ser fuertes y duros, como ellos, porque la vida es dura!”. Mi padre era muy tranquilo, jamás me pegó, me llevaba al campo y, si bien hacía algunas tareas, también jugaba con algunos chicos; a la noche me contaba de las estrellas, me contaba historias de África. Él era de Brasil, de Riverao Preto cerca de San Pablo. A sus 6 años, sus padres y 3 hermanos menores se fueron a España quedando varados en pleno Atlántico por la guerra de 1914 rescatados por un barco francés. En España él queda huérfano de padre a los 14 años y de madre a los 18. Estuvo en la reserva cuando fue la guerra civil española. Fue una vida muy sacrificada. Lo que no podía soportar era la persecución de mi madre y fue una de las cosas que revisé en mi primer tratamiento analítico.

Tuve una psicoanalista muy buena y, después de seis años de análisis, hice un insight cuando me dijo: “… ¿No será que se fue de su casa porque no había un lugar para usted?…” “¡Genial!”—dije. Es increíble como una idea tan simple te pega justo en el momento y en el punto central, quizás me lo había dicho antes, pero son esos momentos en que uno puede escuchar.

Retomando, cuando voy a Madrid me costaba conseguir trabajo. Allá estaba mi hermano trabajando, pero a mí me costaba porque no había hecho el servicio militar que era obligatorio. Conseguí trabajar en un bar y di con una familia estupenda, me querían como a un hijo, me llevaban a todas partes. Al año y medio me escriben una carta del convento preguntándome si iba a volver o no. En ese interín tuve una noviecita, prima de un compañero mío; era un amor platónico y yo tenía una represión tremenda. Ella sabía mi historia. Cuando me llega la carta, le cuento. Tuvo una angustia desesperante y yo no sabía qué hacer. Hablamos y hablamos. Al final me fui y volví a Granada, terminé Teología. La pasé muy bien esos tres años, ya estaba más liberado, vestíamos de particular. Me recibí de Licenciado en Teología. Estaba entusiasmado, hacía vida pastoral, iba a un colegio lejos de la ciudad, tenía mucha actividad con grupos de jóvenes, también me metí mucho con la música, armé una pequeña orquesta con chicos y chicas que tocaban el laúd, la bandurria, el violín, la guitarra, cantábamos en la misa con esos instrumentos.

CT: ¿Todo eso debido a tu formación con el violín? ¿No?

JHM: Sí, sí. Y eso me dio mucho aire, España estaba avanzando, todavía eran tiempos de Franco. Ya en esa época estaba convencido y quería ordenarme de sacerdote. Estaba en buen estado anímico, tenía 26 años. Me ordené el 22 de diciembre de 1972. Tenía una vida muy social, muy dedicado a la gente. Me costó llegar, llegué con algunas interrupciones, a otros no les costó nada. El día que me ordené tuve una experiencia muy particular: estuvieron presentes mis compañeros, el grupo juvenil y, de la familia, solamente un primo que vivía en Sevilla. Éramos tres ordenandos, el obispo hizo una ceremonia muy conmovedora. En esa época me transpiraban mucho las manos, todo el tiempo, y un símbolo en la ceremonia era la unción de las manos con el crisma que es un aceite perfumado; significaba que las manos eran consagradas para perdonar. A partir de mi ordenación nunca más me transpiraron, no lo podía creer. Ahora me doy cuenta que todo eso tenía que ver con un estado de ansiedad; fue un signo para mí en aquel momento, logré lo que quería.

Me quedé un año en Granada, terminé la licenciatura. En ese momento el superior me propone venir a América, hacía falta gente. El destino era Villa María, Córdoba. Le pedí un tiempo para pensarlo y finalmente acepté. En el interín, en agosto, tenía planeado volver a mi pueblo a hacer la primera misa cantada. Fueron muchos compañeros míos, también el fraile. Él me llevó al seminario menor (así lo llamaban) a mis 11 añitos. Recuerdo que a mis 8 él había ido a predicar en Semana Santa a mi pueblo y yo le dije a mi padre: “Yo quiero ser como ese”.

Lo cierto es que hice mi primera misa y él predicó. Festejamos, mi madre estaba chocha, feliz; mi padre, mi hermano y mi cuñada, también. Ya sabía que me habían destinado para venir a la Argentina, pero recién al mes de este evento les conté que me venía para América; mi padre me decía: “Vas a estar muy lejos” a lo que le contestaba: “Usted nació allí y vivió allí”. Se preocupaban porque no sabían cuándo iba a volver y los calmaba diciendo que los visitaría en las vacaciones sabiendo que podía volver cada 5 años (en la actualidad van cada año). Finalmente lo tuvieron que aceptar (el 13 de diciembre  pasado cumplí 40 años de estar en Argentina).

Llegué y me dijeron que fuera a Villa Martelli; allí había un cura madrileño, muy bueno que había estado en la guerra civil española. Pero estaba enfermo, estaba mal, era psicótico. Lo conocí en España en una de sus vacaciones. Yo lo admiraba porque era un hombre muy bueno, seductor con la gente, era un poeta, pero tenía episodios de delirio y yo me quedaba asombrado sin saber qué hacer.

En Villa Martelli había un colegio de 150 alumnos. Había habido problemas con los curas y el director. Me dediqué a la parroquia, a los grupos juveniles. Este cura, Tomás, que estaba ahí entre el colegio y la parroquia, me dijo al año siguiente que me dedicara al colegio. Ahí entré con todo. Fui a formarme para ser director general y, a partir de ese momento, empezaron a crecer los alumnos y el colegio empezó a tener renombre. Cuando renuncié en el año 1985, había 660 alumnos. Trabajamos mucho.

Desde que llegué a Argentina tuve intención de estudiar Psicología, pero mi título de bachiller no era oficial. Cuando viaje a España en el 79, conseguí que me homologaran mi título de bachiller y pude finalmente entrar a la universidad. Vestía de particular todo el tiempo y andaba con la gente, iba a tres villas de emergencia  que estaban en la zona. Finalmente entré a estudiar Psicología en la Universidad de El Salvador, estaban todos los psicoanalistas, lleno de estudiantes de todas las ideologías, religiones y culturas debido a que la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires estaba cerrada y los jesuitas eran muy abiertos.

Hice la carrera en cinco años y me recibí en el año 1984. Ya antes de recibirme, gente de la parroquia me pedía que la atendiera. Lo que más me costó fue ir cambiando la mente, del pensamiento racional y religioso al pensamiento psicoanalítico. Un hecho importante fue que en el año 75 tuve una crisis de angustia. El principal motivo fue convivir con el cura que estaba psicótico. La que es hoy mi mujer era maestra del colegio. Peleábamos mucho porque ella era de armas tomar, muy capaz, me gustaba como era; recuerdo que cuando llegué de España, ella les dijo a sus compañeras: “Hay que vacunarse contra el cura”. Cuando atravesaba la crisis de angustia, ella, que se analizaba, me recomendó una psicóloga. Era una profesional socia de la Escuela de Psicoterapia; la fui a ver, le conté un poco mi situación y, después de dos o tres entrevistas, me dijo: “Creo que podemos trabajar juntos”. Ya cerca de finalizar el tratamiento, luego de unos años, ella me recordó que en la primera entrevista yo le había dado las dos manos cuando la saludé, propio de un cura. Iba tres veces por semana, durante muchos años y en alguna época estuve yendo 4 veces por semana. Al principio, cuando me interpretaba, yo pensaba: “¿Y qué tiene que ver?” (se ríe).

Entre tanto, empecé la carrera; me ayudó mucho tener mi propio análisis. Leía a Freud y muchas veces pensaba: “Esto lo dice el Evangelio”. Es lo que le pasó a un pastor anglicano en Inglaterra que había leído a Freud cuando escribió El porvenir de una ilusión;  le dijo: “Pero doctor, usted dice cosas que están en el Evangelio (tratando de convertirlo a la fe cristiana). Freud le respondió: “Le agradezco mucho, pero en verdad Dios no me dio ese don de la fe, pero si usted dice que digo cosas que dijo Cristo, bueno, pues tanto mejor”. Muchas cosas de las que dice son iguales, pero con otros motivos y otros fundamentos. Por ejemplo, el dominio de las pasiones o el domeñamiento pulsional, de esto habla Cristo en el Evangelio, quien propone un mensaje positivo y creativo acerca de la sexualidad tanto en su prédica como en su conducta. La comunidad eclesial fue cambiando este mensaje. Lo único que hacía Cristo en aquella época era vituperar con furia la hipocresía y la corrupción de la casta sacerdotal y política del Sanedrín.

CT.: ¿Y cómo fue ese pasaje del pensamiento religioso al pensamiento psicoanalítico?

JHM: Una de las cosas por las que fui al Seminario era el tema de la culpa. Recuerdo que cuando estaba por ordenarme, lo primero que pensé fue: “Ya que sufrí tanto por el tema de la culpa, quiero ayudar a la gente a que pueda sobrellevar mejor su culpa”. Y esa fue mi tarea principal cada vez que predicaba o atendía a los feligreses en el sacramento de la confesión. Ayudarlos a pensar para que no se sintieran tan culpables y se pudieran perdonar a sí mismos. Me acuerdo que una vez, un sábado a la tarde que estaba con un grupo juvenil, vino una mujer joven, tendría 35 años, a confesarse; venía llorando y me dice: “Vengo de hacerme un aborto y siento una culpa terrible porque he pecado”. Le pido entonces que me diga qué pasó. Me cuenta que tenía 4 hijos y, que si bien su marido y ella se cuidaban, había quedado embarazada; sabían que no podían tener otro hijo ya que apenas mantenían a los cuatro que ya tenían; pero no podía con la culpa que sentía. Le dije que la decisión ya había sido tomada y realizada y que no se podía volver el tiempo atrás; que lo importante era pensar en sus cuatro hijos y en cómo seguir adelante; aprender a sobrellevarlo entre ellos y tomarlo como un acto de desesperación. “¿Usted cree que Dios no la perdonaría? Dios la comprendería. Después de una hora de charla la mujer se quedó más tranquila y yo pensaba: “La verdad, ¡pobre gente!” y me preguntaba: “¿Quién soy yo para perdonar o no perdonar?”. Entre la cantidad de casos que se me presentaron, este me impactó mucho.

Cuando empecé a entender lo que era el análisis, trabajar con la mente y el alma humana, pude comprender a la gente desde otro lugar. Esto me lo permitió mi análisis, el estudio y el trabajo con los propios pacientes. Ahora que doy clases sobre los textos sociales de Freud, cuando leo “El malestar en la cultura”, “El porvenir de una ilusión”, “El Moisés y la religión monoteísta” me doy cuenta que no es que sea lo mismo ni que estén enfocados desde el mismo punto de vista, pero hay muchos puntos en común con la religión, que es un proceso cultural que fue necesario para llegar a una toma de conciencia más auténtica y genuina de la realidad. Freud dice en El malestar en la cultura: “harto ignorante es aquél que no quiere saber de religión”, es decir, es parte de la cultura. Si una persona no comprende lo que es el proceso de pensamiento y de la necesidad de un padre o de un Dios o de algo que lo trascienda es como no entender sobre el origen de la humanidad. Por algo Freud toma al padre de la horda y al tótem y cómo es elevado. Entonces, si Dios es elevado por una creación de la humanidad, es una creación que puede ser utilizada de un modo positivo o, por el contrario, en modo perverso. Hay gente dentro de la Iglesia que es muy sensata, racional. Aquellos que son pensantes, que creen en el ser humano, es gente que tiene honestidad, ética y funciona bien. La religión da una característica de pertenencia. Es como llevar este formato a lo que es una familia, hay un montón de analogías. Eso ayuda a los pacientes que son creyentes. Yo no estoy ni a favor ni en contra, a veces les cuestiono ideas para que las piensen. Creo que la religión exacerba la culpa para aplastar al Yo, a la conciencia y agranda al Superyó; en cambio el psicoanálisis lo que pretende es que el Superyó sea el Ideal y el organizador, como el que viene de afuera, como la autoridad y la ley, pero lo importante es la transformación del Ello en Yo para que se agrande al máximo y este Yo no sea esclavo del Superyó, que dialoguen y no que sea su enemigo, su torturador.

CT: Resumiendo ¿cuándo dejaste los hábitos para dedicarte a la psicología?

JHM: Ya había cumplido en gran parte con lo que había querido, pero deseaba realizarme en lo personal. Me pareció que lo podía hacer y me empecé a cuestionarme seriamente en mi análisis y en mi vida. En uno de los retiros espirituales que realicé con los Trapenses de la Abadía de Azul, un monje me dijo: “Dios tiene varios caminos para llegar a él”. Estas palabras aliviaron mi mente.  Hice todo un proceso. La que es hoy mi mujer se había ido del colegio y empecé a sentir que podía intentar algo con ella ya que yo también le caía bien, y empezamos a charlar…

CT: ¿No se vacunó contra el cura? (risas)

JHM: No, no, y en un momento le dije: “Me voy de la congregación  (cuelgo los hábitos) y si quieres después nos casamos”. Ella no lo podía creer. A mediados de 1985 ya estaba trabajando de psicólogo y fui a hablar con mis superiores; me quisieron convencer, pero al final Andrés, mi superior, me dijo: “Me has convencido, sos demasiado auténtico”. Escribió una carta a los frailes relatando la situación y llamándolos a la reflexión acerca de ser auténticos. ¡Fue tremendo para Andrés: lo crucificaron!  Me fui en octubre y el 28 de diciembre de ese año me casé. Tenemos dos hijas.

CT: ¿Seguís participando en la Iglesia?

JHM: Participo cuando me invitan amigos religiosos; no hacemos una vida religiosa en cuanto a cumplimientos ortodoxos. Yo me fui en  buenos términos. Mis padres lo tomaron con mucho dolor y preocupados por lo que iba a pasar. Primero les dije que me iba, después que me casaba, sabían que tenía trabajo, pero siempre tenían temor por las carencias que ellos habían tenido. Al poco tiempo mi señora quedó embarazada y ahí empezaron a entusiasmarse. Mi hermano no tiene hijos. Les mande una foto de ella y en agosto del 88 viajamos a España; nunca vi a mi madre tan emocionada como cuando vio a su nieta, la besaba, la abrazaba.

CT: Y ¿cómo llegas a la Escuela de Psicoterapia?

JHM: Por mi psicóloga. Me dijo: “¿Por qué no va a la Escuela de Psicoterapia?”. Me presenté y me recibieron muy bien. Estuve desde el 87 al 90 formándome y sigo. Luego transité por distintos lugares institucionales. “¿Era otra congregación?” (risa)

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