NÚMERO 16 | Agosto, 2017

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Freud dixit | Graciela Cohan

En este número, continuamos recorriendo algunos textos del psicoanalista vienés en los que se sumerge en un terreno polisémico. Su interés por dilucidar los enigmas de la sexualidad y ofrecer el aporte psicoanalítico a su comprensión lo llevan a recurrir a la literatura. Elige a Dostoyevski a quien considera un escritor que retrata la condición humana en toda su ambigüedad y profundidad. En «Malestar en la Cultura», texto donde se describe la irreductible oposición entre cultura y sexualidad, reflexiona sobre las consecuencias de la represión cultural en la construcción de la subjetividad femenina y masculina.

Según una conocida concepción, el parricidio es el crimen principal y primordial tanto de la humanidad como del índividuo.[1] En todo caso, es la principal fuente del sentimiento de culpa; no sabemos si la única, pues las indagaciones no han podido todavía establecer con certeza el origen anímico de la culpa y de la necesidad de expiación. Pero no hace falta que sea la única. La situación psicológica es complicada y requiere elucidación. La relación del muchacho con el padre es, como nosotros decimos, ambivalente. junto al odio, que querría eliminar al padre como rival, ha estado presente por lo común cierto grado de ternura. Ambas actitudes se conjugan en la identificación-padre; uno querría estar en el lugar del padre porque lo admira (le gustaría ser como él) y porque quiere eliminarlo. Ahora bien, todo este desarrollo tropieza con un poderoso obstáculo. En cierto momento el niño comprende que el intento de eliminar al padre como rival sería castigado por él mediante la castración. Por angustia de castración, vale decir, en interés de la conservación de su virilidad, resigna entonces el deseo de poseer a la madre y de eliminar al padre. Y es este deseo, en la medida en que se conserva en lo inconciente, el que forma la base del sentimiento de culpa. Creemos haber descrito con ello procesos normales, el destino normal del llamado complejo de Edipo; todavía habremos de agregar un importante complemento.

Otra complicación sobreviene cuando en el niño se ha plasmado con intensidad mayor aquel factor constitucional que llamamos bisexualidad. Amenazada la virilidad por la castración, se vigorizará en tal caso la inclinación a buscar escapatoria por el lado de la feminidad, a ponerse más bien en el lugar de la madre y adoptar su papel de objeto de amor ante el padre. Sólo que la angustia de castración imposibilita también esta solución. Uno comprende que sería preciso admitir la castración si quisiera ser amado por el padre como una mujer. Así caen bajo la represión ambas mociones, odio al padre y enamoramiento de él. Hay una cierta diferencia psicológica, consistente en que el odio al padre es resignado a consecuencia de la angustia frente a un peligro exterior (la castración); en cambio, el enamoramiento del padre es tratado como un peligro pulsional interior, que, empero, se remonta en el fondo también a idéntico peligro exterior.

La angustia frente al padre es lo que vuelve inadmisible el odio a él; la castración es terrorífica, tanto en su condición de castigo como en la de precio del amor. De los dos factores que reprimen {desalojan} el odio al padre, el primero, la angustia directa frente al castigo y la castración, ha de llamarse normal; el refuerzo patógeno parece venir sólo del otro factor: la angustia ante la actitud femenina. Por tanto, una fuerte disposición bisexual se convierte en una de las condiciones o refuerzos de la neurosis.

Freud S. (1992). Dostoievski y el parricidio. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 21, pp. 180-181). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1928 [1927]).


Puesto que el ser humano no dispone de cantidades ilimitadas de energía psíquica, tiene que dar trámite a sus tareas mediante una adecuada distribución de la libido. Lo que usa para fines culturales lo sustrae en buena parte de las mujeres y de la vida sexual: la permanente convivencia con varones, su dependencia de los vínculos con ellos, llegan a enajenarlo de sus tareas de esposo y padre. De tal suerte, la mujer se ve empujada a un segundo plano por las exigencias de la cultura y entra en una relación de hostilidad con ella.

De parte de la cultura, la tendencia a limitar la vida sexual no es menos nítida que su otra tendencia, la de ampliar su círculo. Ya su primera fase, el totemismo, conlleva la prohibición de la elección incestuosa de objeto, que tal vez constituya la mutilación más tajante que ha experimentado la vida amorosa de los seres humanos en el curso de las épocas. Por medio del tabú, de la ley y de las costumbres, se establecen nuevas limitaciones que afectan tanto a los varones como a las mujeres. No todas las culturas llegan igualmente lejos en esto; la estructura económica de la sociedad influye también sobre la medida de la libertad sexual restante. Ya sabemos que la cultura obedece en este punto a la compulsión de la necesidad económica; en efecto, se ve precisada a sustraer de la sexualidad un gran monto de la energía psíquica que ella misma gasta. Así, la cultura se comporta respecto de la sexualidad como un pueblo o un estrato de la población que ha sometido a otro para explotarlo. La angustia ante una eventual rebelión de los oprimidos impulsa a adoptar severas medidas preventivas. Nuestra cultura de Europa occidental exhibe un alto nivel dentro de ese desarrollo. Desde el punto de vista psicológico, se justifica por entero que empiece por proscribir las exteriorizaciones de la vida sexual infantil, pues el endicamiento de los apetitos sexuales del adulto no tiene perspectiva alguna de éxito sí no se lo preparó desde la niñez. Pero lo que en modo alguno se justifica es que la sociedad culta haya llegado incluso a desconocer (letignen} estos fenómenos fácilmente comprobables, y aun llamativos. La elección de objeto del individuo genitalmente maduro es circunscrita al sexo contrario; la mayoría de las satisfacciones extragenitales se prohiben como perversiones. El reclamo de una vida sexual uniforme para todos, que se traduce en esas prohibiciones, prescinde de las desigualdades en la constitución sexual innata y adquirida de los seres humanos, segrega a buen número de ellos del goce sexual y de tal modo se convierte en fuente de grave injusticia. Ahora bien, el resultado de tales medidas limitativas podría ser que los individuos normales -no impedidos para ello por su constitución- volcaran sin merma todos sus intereses sexuales por los canales que se dejaron abiertos. Empero, lo único no proscrito, el amor genital heterosexual, es estorbado también por las limitaciones que imponen la legitimidad y la monogamia. La cultura de nuestros días deja entender bien a las claras que sólo permitirá las relaciones sexuales sobre la base de una ligazón definitiva e indisoluble entre un hombre y una mujer, que no quiere la sexualidad como fuente autónoma de placer y está dispuesta a tolerarla solamente como la fuente, hasta ahora insustituida, para la multiplicación de los seres humanos.

Desde luego, es este un cuadro extremo. Es notorio que ha demostrado ser irrealizable, aun por breves períodos. Sólo los débiles han acatado un menoscabo tan grande de su libertad sexual; las naturalezas más fuertes, únicamente bajo una condición compensadora de que después hablaremos.[2] La sociedad culta se ha visto precisada a aceptar calladamente muchas trasgresiones que según sus estatutos habría debido perseguir. Empero, no es lícito extraviar el juicio yéndose al otro lado y suponiendo que esa postura cultural sería inofensiva porque no consigue todos sus propósitos. La vida sexual del hombre culto ha recibido grave daño, impresiona a veces como una función que se encontrara en proceso involutivo, de igual modo que lo parecen nuestros dientes y nuestros cabellos en su condición de órganos. Probablemente se tiene derecho a suponer que ha experimentado un sensible retroceso en cuanto a su valor como fuente de sensaciones de felicidad, o sea, para el cumplimiento de nuestro fin vital.[3] Muchas veces uno cree discernir que no es sólo la presión de la cultura, sino algo que está en la esencia de la función misma, lo que nos deniega la satisfacción plena y nos esfuerza por otros caminos. Acaso sea un error; es difícil decidirlo.[4]

Freud S. (1992). Dostoievski y el parricidio. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 21, pp. 101-104). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1928 [1927]).

 

Notas al pie

[1] Véase mi obra Tótem y tabú (1912-13).

[2] El logro de cierto grado de seguridad.

[3] Entre las obras del fino poeta inglés John Galsworthy, quien hoy goza de universal prestigio, yo aprecié desde temprano una pequeña historia titulada «The Apple-Tree» {El manzano}, que muestra plásticamente cómo en la vida cultural de nuestros días ya no hay espacio para el amor simple y natural entre dos criaturas humanas.

[4] Agrego las siguientes puntualizaciones para apoyar la conjetura expresada en el texto: También el ser humano es un animal de indudable disposición bisexual. El in-dividuo {Individuum} corresponde a una fusión de dos mitades simétricas; en opinión de muchos investigadores, una de ellas es puramente masculina, y la otra, femenina. También es posible que cada mitad fuera originariamente hermafrodita. La sexualidad es un hecho biológico que, aunque de extraordinaria significación para la vida anímica, es difícil de asir psicológicamente. Solemos decir: cada ser humano muestra mociones pulsionales, necesidades, propiedades, tanto masculinas cuanto femeninas, pero es la anatomía, y no la psicología, la que puede registrar el carácter de lo masculino y lo femenino. Para la psicología, la oposición sexual se atempera, convirtiéndose en la que media entre actividad y pasividad; y demasiado apresuradamente hacemos coincidir la actividad con lo masculino y la pasividad con lo femenino, cosa que en modo alguno se corrobora sin excepciones en el mundo animal. La doctrina de la bisexualidad sigue siendo todavía muy oscura, y no podemos menos que considerar un serio contratiempo que en el psicoanálisis todavía no haya hallado enlace alguno con la doctrina de las pulsiones. Comoquiera que sea, si admitimos como un hecho que el individuo quiere satisfacer en su vida sexual deseos tanto masculinos cuanto femeninos, estaremos preparados para la posibilidad de que esas exigencias no sean cumplidas por el mismo objeto y se perturben entre sí cuando no se logra mantenerlas separadas y guiar cada moción por una vía particular, adecuada a ella. Otra dificultad deriva de que el vínculo erótico, además de los componentes sádicos que le son propios, con harta frecuencia lleva acoplado un monto de inclinación a la agresión directa. No siempre el objeto de amor mostrará frente a esas complicaciones tanta comprensión y tolerancia como aquella campesina que se quejaba de que su marido ya no la quería, porque llevaba una semana sin zurrarla.

Empero, a un nivel más hondo nos lleva esta conjetura, que retoma las puntualizaciones de la nota de AE, págs. 97-8: con la postura vertical del ser humano y la desvalorización del sentido del olfato, es toda la sexualidad, y no sólo el erotismo anal, la que corre el riesgo de caer víctima de la represión orgánica, de suerte que desde entonces la función sexual va acompañada por una renuencia no fundamentable que estorba una satisfacción plena y esfuerza a apartarse de la meta sexual hacia sublimaciones y desplazamientos libidinales. Sé que Bleuler (1913a) señaló una vez la presencia de una actitud originaria de rechazo frente a la vida sexual, como la indicada. A todos los neuróticos, y a muchos que no lo son, les repugna que «inter urinas et faeces nascimur» {«nacemos entre orina y heces»}. También los genitales producen fuertes sensaciones olfatorias que resultan insoportables a muchas personas, dificultándoles el comercio sexual. Así obtendríamos, como la raíz más profunda de la represión sexual que progresa junto con la cultura, la defensa orgánica de la nueva forma de vida adquirida con la marcha erecta contra la existencia animal anterior, resultado este de la investigación científica que coincide de manera asombrosa con prejuicios triviales formulados a menudo. Empero, por ahora se trata sólo de posibilidades muy inciertas, no refrendadas por la ciencia. Tampoco olvidemos que, a pesar de la innegable desvalorización de los estímulos olfatorios, hay pueblos, incluso en Europa, que aprecian mucho los intensos olores genitales, tan despreciables para nosotros, como medio de estimular la sexualidad, y no quieren renunciar a ellos. (Véanse los relevamientos folklóricos de la «encuesta» de Iwan Bloch, «über den Geruchssinn in der vita sexualis» {Sobre el sentido del olfato en la vida sexual}, en diversas entregas de la revista Anthropophyteia, de F. S. Krauss.)

Acerca de la dificultad de discernir un significado psicológico de la «masculinidad» y la «feminidad», véase una larga nota agregada por Freud en 1915 a la tercera edición de Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, págs. 200-1, y su análisis del tema en la 33ª de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, págs. 105 y sigs. Las notorias consecuencias derivadas de la proximidad entre los órganos sexuales y excretorios fueron señaladas por primera vez en el Manuscrito K enviado a Fliess el 19 de enero de 1896 (Freud, 1950a), AE, 1, págs. 261-2; más tarde hubo frecuentes menciones de este punto; por ejemplo en el caso «Dora» (1905e), AE, 7, pág. 29, y en «Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa» (1912d), AE, 11, págs. 182-3. Cf. también mi «Introducción», AE, pags. 60-1.

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