NÚMERO 21 | Mayo 2020

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¿Hacia una identidad de género post-patriarcal? | Beatriz M. Rodríguez

Ponencia de la Mesa «Identidad de género: paradigmas en la constitución de la sexualidad actual» perteneciente al Ciclo Científico 2019: «Encrucijadas identificatorias», septiembre de 2019.

En agosto de 2019, fui convocada a un diálogo interdisciplinario por el Comité de Bioética de la Fundación Jaime Roca. La idea era debatir acerca de las prácticas que posibilitan la reproducción médicamente asistida y, en particular, la gestación por sustitución a la que con ligereza también se denomina maternidad subrogada o alquiler de vientre.

Se esperaba que nuestra argumentación, desde las perspectivas filosófica, jurídica, biológica y psicoanalítica, diera lugar a un ulterior debate con el público asistente; pero, tan pronto como uno de los participantes comenzó a explicar que el intercambio celular entre el feto y la mujer gestante deja huella y memoria, tanto en el feto como en la mujer…, fue interrumpido con el señalamiento de que no corresponde hablar de mujer gestante, sino de persona gestante, ya que un varón también puede gestar.

El interpelado intentó redirigir el hilo discursivo hacia la biología; pero una vez más, y ahora de modo categórico, se le respondió que tales razonamientos “podrán ser muy científicos, pero, para el caso, son sólo conjeturas que deben ser probadas, en tanto que la capacidad de gestar de un varón trans es un hecho y esto… está en la ley”.

Cada cultura produce su propia verdad. Somos, sin duda, sujetos de la cultura o, mejor dicho, estamos sujetos a la cultura, inevitablemente atravesados por la cosmovisión social y epocal a la que pertenecemos. La ilustración idealizó la mente y negó la importancia del cuerpo. ¿Cómo podremos, entonces, hablar desde otro lugar?

El sexo de toda persona está determinado por la combinación de cuatro componentes de orden biológico y un discurso de legitimación. Los primeros son: el componente genético (establecido por los cromosomas x e y), el gonadal (indicado por la presencia de testículos u ovarios), el componente hormonal (que alude al balance estrógenos-andrógenos) y la morfología de los órganos reproductivos (externos e internos). El último, decisivo y contundente, es la palabra de la partera presente en el parto; su enunciación inmediata al nacimiento de cada criatura humana: “Ha nacido un varón” o “Nació una niña”.

Luego, a partir de esta asignación del sexo, se construye la flexible, dinámica y, por lo tanto, transformable identidad de género.

El género bien podría ser “una expresión de la necesidad psíquica humana de clasificar el mundo simbólicamente para poder ordenarlo y pensarlo” (Hernando; 2018, p. 51) y, hasta donde alcanza nuestra comprensión, resulta una relación definida “por la complementariedad de funciones sociales entre los dos sexos”. Se explica de este modo la dicotomía binaria masculino-femenino asociada a los cuerpos sexuados del varón y la mujer, aunque no así, la desigualdad jerárquica que conllevan estas categorías o la naturalización de la subordinación que las acompaña.

Que esta desigualdad jerárquica haya devenido natural significa que no habría tenido comienzo, ni requeriría de mayor explicación, ya que se la supondría inherente a la propia constitución de lo humano. Pero no será este el espacio donde cuestionarla o dar cuenta de su origen.

Lo cierto es que, como resultado de complejos procesos históricos, nuestra cultura supuso a la identidad de género femenina derivada, de manera natural, de la aptitud reproductiva de la mujer quien, por ello, oscila entre dos alternativas: madre-esposa o puta-madre.

El apelativo “puta”, hasta fines del siglo xx, aludió a categorías tan amplias que de hecho comprendían al colectivo de mujeres en su totalidad, aunque exceptuaba a la propia madre. Por supuesto, se llamaba entonces puta a la mujer que prestara servicios sexuales y cobrara por ellos; pero también a la que, manteniendo comercio sexual con un solo hombre, fuera sostenida económicamente por este; a la mujer libre (llamada fácil) que tuviera un pasado; a la divorciada; a la madre soltera; a la mujer que trabajara y a la que tuviera éxito en su trabajo; a la “mala madre”, también llamada madre desnaturalizada

El lugar de la mujer, de la buena mujer, era el hogar o, mejor aún, la maternidad legitimada por el matrimonio. No voy a insistir en la descripción de la cultura patriarcal de la que todos provenimos. Hasta el psicoanálisis, desde los inicios del siglo xx, devino disciplina del pensamiento hegemónico y adquirió carácter normativo, en tanto institución de lo simbólico que participa en el establecimiento de la normalidad y de los estereotipos de género, organizadores centrales de la subjetividad en Occidente.

No tiene sentido medir a las sociedades pasadas con nuestra vara, porque su esencia respondía a razones que eran legítimas, entonces, por lo que deberíamos intentar despojarnos de prejuicios para mirar en retrospectiva.

Veamos un ejemplo:

Entre los años 1939 y 1962, a pedido de la BBC, Donald Winnicott llevó a cabo, en cincuenta emisiones radiales, una serie de conferencias de divulgación acerca de las vicisitudes de la infancia. Estos memorables programas de radio fueron una notable contribución a la difusión del Psicoanálisis, pero además resultaron oportunos para orientar a las mujeres en su regreso al hogar. En una Inglaterra cuya población había diezmado la guerra, tras haber ocupado los puestos de trabajo de quienes marcharan al frente, las mujeres debían devolvérselos a los soldados sobrevivientes que retornaban a la vida civil. Las mujeres debían adecuarse nuevamente a las prescripciones de género.

Pero eso no era una novedad. El modelo reproducía el pragmatismo de la sociedad conservadora alemana, posterior a Weimar, que premiaba a las familias numerosas y promovía el control de las mujeres formándolas en una disciplina para futuras esposas que exaltaba su valiosa misión bajo una singular trilogía: “las tres K”: kinder, küche, kirche (niños, cocina, iglesia).

Un singular deslizamiento de la función biológica de la procreación a la función de crianza operó de tal manera que asimiló la responsabilidad a la culpa. Los psicoanalistas de la posguerra pasaron de lo descriptivo a lo normativo “trazando el retrato de la buena madre y dando consejos a las mujeres”. Mientras la maternidad devenía nuevamente el único e inexorable destino de la mujer, era necesario para esta demostrar que podía ser no sólo madre, sino además “buena madre”: una madre de tiempo completo que garantizara el cuidado y la atención de sus hijos.

Pero, paradójicamente, el rol maternal al que así se aferraba era objeto permanente de severas impugnaciones por parte de psicólogos, pedagogos y otros estudiosos del desarrollo infantil. Al argumento de que los niños son fetiches de sus madres, que las mujeres recurren a sus hijos en incontables ocasiones para satisfacer sus perversiones y demás conductas aberrantes, se agregaron la sobreprotección, el abandono y una pavorosa taxonomía maternal organizada alrededor de los cuadros psicopatológicos de los niños. Al imperativo biológico de la maternidad se adjuntó un agotador repertorio adicional de prejuicios y comportamientos maternales, supuestos moralmente correctos… Todas las miradas se dirigieron a la mujer: única responsable de la crianza.

Identidad es sinónimo de pertenencia. Pero ¿cómo conseguirla? ¿Cómo educar a las niñas en la certeza de que toda mujer efectivamente desea ser madre y en la convicción de que criar un hijo será la tarea más excelsa a que pueda dedicarse?

La muñeca cumple a la perfección esta función pedagógica, facilita la anticipación imaginaria de la escena doméstica, estimula la reflexión sobre la relación madre-hija, promueve la identificación con la primera y el aprendizaje del papel maternal que da lugar a la constitución de una femineidad normal.

Sabrán disculpar que me detenga en una cuestión aparentemente trivial; pero, mientras las antiguas muñecas habían propuesto a las niñas un modelo pedagógico y sensorial que las conducía sin escalas hacia la maternidad real, promediando el siglo xx, un nuevo ejemplar hizo su aparición que se convirtió de inmediato en uno de los iconos del momento y llegó a ser, probablemente, el juguete más popular del mundo. Barbie[1] no es una muñeca, sino, ante todo, un cuerpo y un modelo imaginado de sociedad. Compañera de la niña en su tránsito hacia la vida de consumo, resulta una erotizante representación de sí misma más allá de la adolescencia, anticipando las ceremonias corporales y los significados comerciales de la adultez. Solidaria de las exigencias que se imponen a la mujer en la actualidad, rodeada por innumerables enseres y artículos de consumo, Barbie expresa la evolución de la moda de los últimos 60 años proyectando las fantasías de las niñas. Reflejo del mundo que la rodea, polifacética, egocéntrica, dinámica, omnipotente e inspiradora se instala en la cultura del exceso y el rechazo de todo formalismo.

Barbie no es hija ni es madre, ni siquiera es la esposa de Kenn —una especie de amigovio cuya apariencia no encaja en los modelos tradicionales de masculinidad—.

En poco tiempo, esta muñeca “sesentista” se transformó en médica, actriz, instructora de aerobics y cantante de rock. Su permanente despliegue de actividades no sólo es reivindicación de autonomía e independencia sino, además, una excelente excusa para renovar su vestuario y accesorios. Simpática y ganador, estilizada, pero vital, “La Barbie”, que en última instancia nunca dejó de ser una súper modelo, estandarizó una pauta, un patrón estético, un ideal: piernas largas, grandes senos, cadera estrecha promoviendo en las niñas el afán de conseguir una identidad física imposible. Anticipo del cuerpo definitivamente transformado en mercancía, el de esta potencial “puedelotodo” con que jugaron nuestras hijas, terminó siendo un tributo a la cultura de las siliconas.

Ahora bien, a medida que se modifican las estructuras socioeconómicas, disminuye en Occidente la cantidad de uniones estables, se reduce el número de miembros en las familias y se limita la cantidad de nacimientos.

Muchas mujeres que tiempo atrás habrían confiado en la maternidad como eje de su condición femenina, ya no temen perder sus emblemas tradicionales, ni añoran el lugar de supuesto privilegio que la sociedad les otorgaba simplemente por el hecho de ser madres. Paralelamente, la familia monoparental que fuera, hasta el siglo pasado, prueba contundente de fracaso afectivo, hoy lo es de autonomía.

La maternidad ha pasado de la imposición a la frivolidad y algunas empresas ya ofrecen a las empleadas bonificar el congelamiento de sus óvulos para así diferir posibles embarazos que podrían “interrumpir” la carrera laboral de estas mujeres. Mientras unas pocas, convencidas de que el mundo se ha vuelto un lugar hostil a la infancia, protegen a sus “hijos no nacidos” mediante el paradójico recurso de no tenerlos; otras sienten mayor libertad para expresar su conflicto con relación a la maternidad y eligen abiertamente sustraerse de estas responsabilidades. Por cierto, no son todas las mujeres, ni siquiera la mayoría, sin embargo, son cada vez más las que parecen haber recuperado un lugar de sujetos controlando su propia fecundidad, decidiendo la paternidad de los varones o rechazando, sin más, la sola idea de ser madres.

“Madre si quiero, cuando quiero”, es su lema.

En las sociedades industrializadas donde los hijos han dejado de ser un recurso de supervivencia para sus padres, criar y educar a un niño puede ser, para muchos, una ingrata responsabilidad.

Entonces ¿qué grado de libertad hay en esta elección cuando Occidente sostiene que sobran millones de seres humanos en el planeta, pero la regulación demográfica resulta políticamente incorrecta? La autonomía de un colectivo no estriba exclusivamente en la “voluntad personal” de quienes pertenecen a este. Intervienen en ella circunstancias socio-históricas de extraordinaria complejidad toda vez que hoy, desde la perspectiva evolutiva, la fecundidad femenina resulta innecesaria.

En suma, la construcción histórica de la identidad femenina, que viera su culminación en la modernidad con la institución del matrimonio como proyecto y la maternidad como “destino”, estaba montada sobre una cadena de significaciones imaginarias: el mito del “amor romántico”, la pasividad erótica, y la certeza de que se es mujer en tanto madre. Colectivamente legitimados, su confinamiento doméstico y disciplinamiento erótico, su subordinación e ignorancia intelectual y su dependencia económica eran reproducidos por la propia mujer en su rol de mediadora y socializadora.

Estos argumentos con que se “construyera” la mujer de la norma han perdido su eficacia cuando ellas ambicionan la potencia supuesta al sujeto modélico y la posmodernidad asiste a la ratificación de un único valor: la primacía del éxito. Cuando la crianza les resulta un fastidio, un impedimento para alcanzar otros logros y sólo se avienen a aceptar la reproducción si los varones comparten con ellas el tedio y las responsabilidades del cuidado y educación de los niños, y cuando, si logran acceder a la cima de las jerarquías tradicionalmente consideradas masculinas, es haciendo un esfuerzo constante por demostrar que no son demasiado blandas, sensibles o “femeninas”.

La identidad siempre ha ocupado un lugar esencial en la problemática de la supervivencia, pero, hoy, los avatares del narcisismo resultan más primordiales que los del Edipo y estos son, precisamente, los desafíos que determinan nuestra clínica psicoanalítica.

Notas al pie

[1] Creada en 1959 por Ruth Handler.

Bibliografía

Hernando Gonzalo, A. (2018) La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno; España; Traficantes de sueños.

Rodríguez, B. M. (2005) La femineidad y sus metáforas. Sirenas y amazonas, Buenos Aires, Lugar editorial.

Rodríguez, B. M. (2011) Prostitución, del tabú a la banalidad. Mercados del amor. Buenos Aires, Lugar editorial.

Acerca del autor

Beatriz M. Rodríguez

Beatriz M. Rodríguez

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