Introducción
Hace un par de años cursé un posgrado en Psicoanálisis Vincular. Una de las actividades contempladas en la cursada fue la confección de un informe pericial psicológico en el marco de un hipotético proceso de revinculación de una niña con su genitor. La tarea resultó un desafío por varias razones que bien podría haber anticipado. Sin embargo, hubo al menos una dificultad que me resultó imprevisible: ¿cómo traducir el pensamiento psicoanalítico en términos tales que el juez pudiera comprender el contenido de la pericia?
En retrospectiva, habría que reconocer que mi capacidad de previsión resultó bastante pobre. Un informe pericial es siempre un espacio de encuentro entre disciplinas diversas, donde la capacidad de traducción resulta tan importante como la competencia profesional. Cada campo disciplinar desarrolla un código, un lenguaje propio. Y no sólo eso, sino que propone un modo particular de interpretar la realidad. Al colocarnos fuera de ese contexto discursivo, de ese marco interpretativo, perdemos la clave hermenéutica (que, naturalmente, es lingüística), operamos en un espacio ajeno a todos los consensos sobre los que se asienta todo intercambio en el seno de nuestra comunidad profesional. Algo se pierde irremediablemente en toda traducción. A veces, lo fundamental. Ahora bien: se machaca con esta cuestión de lo que se pierde en la traducción desde siempre. Conozco traductores profesionales obsesionados con la dimensión de la pérdida. Lo que no se hace notar con igual insistencia es que algo se conserva e, incluso, algo se gana en la traducción.
Hago esta reflexión porque la pericia me deparó no sólo un desafío inesperado, sino un hallazgo. No me referí en la redacción a deseos o pulsiones ni a mecanismos de defensa. No realicé ninguna referencia a complejos o fijaciones. El mejor articulador disciplinar que me fue posible encontrar fueron las emociones (incluso me tomé la licencia de referirme a un técnicamente cuestionable “conflicto emocional”). Esto resultó para mí una revelación porque involuntariamente se presentó un interrogante para el que (como de costumbre) no tenía una respuesta satisfactoria: ¿qué son las emociones para el psicoanálisis? Tanto hablar de ellas y no podía dar una definición. Una multitud de referencias, inarticuladas, me prestaron flaco auxilio: representación y afecto, los destinos del monto de afecto, la cantidad, la pulsión, lo económico, las dos teorías de la angustia y un eco que afirmaba que no engañaba, la culpa, el amor, el odio, los celos, la envidia, la gratitud, el sentimiento de inferioridad, el oceánico, los sentimientos inconscientes, los sociales… Sin lugar a dudas, el hallazgo no era casual: el psicoanálisis está plagado de referencias a los sentimientos y las emociones. Lo que no podía recordar era algún artículo freudiano donde se desarrollara una teoría de las emociones. Aún no lo encuentro.
En este breve trabajo me propongo extraer de algunas ideas respecto a una teoría psicoanalítica de las emociones a partir del artículo de «Lo Inconciente» (Freud, 1915) en el que se trata la cuestión de los sentimientos inconscientes. Utilizaremos esta referencia, tan discreta como excepcional en la obra de Freud, para emprender una exploración preliminar en procura de colocar alguna que otra baliza en el territorio de la que podría ser una Teoría freudiana de las emociones (si es que tal cosa existe). Nos limitaremos a trazar algunas conexiones con momentos previos y posteriores de la obra sin pretensión de exhaustividad.
El contexto de producción al interior de la obra
Es siempre importante, a la hora de considerar los desarrollos teóricos de Freud, situarlos en el contexto del momento de la historia de su obra, comprender cuál era el centro de gravedad de su interés al momento de la producción, con qué conceptos contaba y, sobre todo, cuáles aún no habían sido concebidos. El artículo que indagaremos en esta oportunidad, «Lo Inconciente», es de 1915. Un año antes encontramos un texto clave, «Introducción del Narcisismo» (Freud, 1914), y diez años antes «Tres ensayos de teoría sexual» (Freud, 1905). Mencionamos estos dos textos en particular porque consideramos que nos brindan información clave respecto al momento de la elaboración en que se desarrollan las indagaciones metapsicológicas ¿Qué podemos extraer de estas referencias?
Para empezar, podemos afirmar que Freud se encontraba en una suerte de momento de viraje, de impasse teórico. Nos explicamos: con el abandono de la teoría traumática declarada en la carta 69 a Fliess (Freud, 1897), el interés de Freud queda consagrado progresivamente a la indagación de la fantasía y el ello. Pero, en este momento de la obra, diríamos que este camino de investigación se encuentra en crisis (suscitada en gran medida por la introducción del concepto de narcisismo y las dificultades de incorporar a la psicosis a una teoría fundamentalmente pulsional).
Strachey (1966) afirma algo excesivamente habida cuenta de la importancia capital que la defensa tiene a lo largo de toda la obra, que desde el abandono del «Proyecto de psicología para neurólogos» (Freud, 1895) «…el interés de Freud se apartará de la defensa para aplicarse al estudio del ello durante más de 20 años …» (p. 335). El sentido de semejante afirmación probablemente sea el siguiente: Freud renuncia a la elucidación profunda del mecanismo de la represión, se contenta con una compresión acerca de sus resultados, el divorcio entre la representación y el monto de afecto, y pasa a centrarse en la psicosexualidad, en el factor económico (también esto es relativo, se comprenderá, hablamos de primacías, antes que de exclusividades). En cualquier caso, interesa que las indagaciones metapsicológicas son justamente las que aparecen luego de esos veinte años referidos por Strachey y que, en particular, en el texto que abordaremos («Lo Inconciente»), Freud trata en un capítulo acerca de la «Tópica y dinámica de la represión» (aunque en verdad el título es engañoso porque el aporte fundamental es la incorporación de consideraciones económicas para completar así la tríada metapsicológica). Para más evidencia, ese mismo año redactará un artículo titulado «La Represión». (Freud, 1915)
Entonces, nos encontramos a un Freud que, en el marco de una teoría centrada en las pulsiones con ya diez años de desarrollo, comienza a revisar la cuestión de la defensa. Con esto podríamos pensar que, en el seno de una teoría pulsional consolidada, se propone retomar su interés por desentrañar cuestiones pendientes. Nada más lejos de la realidad: la teoría pulsional misma, dijimos, se encontraba en crisis. Por eso junto a «Tres Ensayos…» señalamos a la «Introducción del Narcisismo». La inclusión de este concepto clave es tan necesaria a partir de las revelaciones suscitadas por el estudio de la dementia praecox como problemática. El dualismo de pulsiones sexuales y de autoconservación ha dado lugar a un pseudo dualismo fruto de la introducción de un narcisismo primario: la libido yoica y la libido de objeto. Vemos cómo Freud en verdad se ve apremiado por la necesidad. Es probable que este haya sido el motor principal de sus incesantes innovaciones: la inclemencia de la evidencia clínica para con sus postulados.
Otro dato importante referido al momento de la producción, e interesa particularmente a nuestro tema de indagación, es recordar que nos encontramos en la primera teoría de la angustia (la segunda llegará recién en 1926 con «Inhibición, síntoma y angustia»). Va de suyo, por lo establecido previamente, que aún no contamos con el segundo dualismo pulsional ni la teoría estructural.
El monto de afecto
La relación entre la cantidad y el afecto aparece en Freud muy tempranamente. Ya en «Las Neuropsicosis de defensa» (Freud, 1894), y mencionamos este texto temprano porque nos sorprende que en lo tocante a este tema exista semejante continuidad a lo largo de toda la obra, se propone la hipótesis auxiliar de que «…en las funciones psíquicas cabe distinguir algo (monto de afecto, suma de excitación) que tiene todas las propiedades de una cantidad —aunque no poseamos medio alguno para medirla—; algo que es susceptible de aumento, disminución, desplazamiento y descarga, y se difunde por las huellas mnémicas de las representaciones como lo haría una carga eléctrica por la superficie de los cuerpos…» (p. 61). Recordemos que para 1984, muy sintéticamente, la teoría sostenía que fruto de un conflicto de inconciliabilidad se producía, en las neuropsicosis de defensa, un divorcio entre la representación y el monto de afecto.
Lo que nos interesa subrayar aquí es la identidad aparente entre suma de excitación, cantidad y monto de afecto. Este es un tema que en este momento de la obra no se problematiza demasiado. En apariencia se da por hecho que se entenderán las razones de la identidad. De todas formas, vale esta mención para ubicar cómo Freud, desde el comienzo mismo de su obra, asocia el afecto con el monto de excitación, al punto de identificarlos. Creemos que existe una distinción entre ellos, ya que el afecto es una sensación registrada por la conciencia. Esta se corresponde a los aumentos o disminuciones de cantidad de excitación. De esto se deduce que el afecto requiere de la actividad de registro del yo de la cualidad, requiere incluso de la conciencia. Veremos que para 1915 la cuestión pasará a revestir importancia cuando se considere el problema de los sentimientos inconscientes.
Valga como observación que Freud se refiere en 1894 implícitamente a la cantidad ligada, ya que parte siempre de una unidad inicial entre afecto y representación, de modo que podríamos, forzando un poco sus afirmaciones a la luz de lo que afirmaba ya entonces acerca de las neurosis actuales, que la cantidad no ligada, no unidad a representación, sin mecanismo psíquico interviniente, también tomarían entonces la forma de un afecto: la angustia. Desde ya, todo esto armoniza con la primera teoría de la angustia.
Sentimientos inconcientes
El tercer apartado del artículo metapsicológico de «Lo Inconciente» (Freud, 1915) trata específicamente acerca de los sentimientos. Las elucidaciones vertidas en sus breves páginas son fundamentales para comprender la concepción freudiana de los afectos (nótese que no estamos realizando distingo alguno entre afecto, sentimiento y emoción, que consideramos ajeno al campo psicoanalítico).
Freud parte del concepto de pulsión. Afirma que la pulsión en sí nunca es objeto ni de la conciencia ni del inconciente. La pulsión sólo puede ser representada en el psiquismo en general por la representación. Esto armoniza perfectamente con lo establecido ya en «Tres ensayos» donde afirma: «…Por “pulsión” podemos entender al comienzo nada más que la agencia representante {Reprdsentanz} psíquica de una fuente de estímulos intrasomática en continuo fluir …» (p. 153). Sintéticamente, la representación es el representante de la pulsión, en sí, inaprensible.
Lo que nos interesa de esta declaración, que no hace sino recordar desarrollos anteriores, es que como al pasar Freud realiza una afirmación que nos interesa. La incluimos textualmente: «…Si la pulsión no se adhiriera a una representación ni saliera a la luz como un estado afectivo, nada podríamos saber de ella…» (p. 173). Juzgamos esta afirmación crucial. De ella se desprende que la cantidad pulsional, si se nos permite la expresión, posee dos modos de hacerse patente: la representación, por un lado, el estado afectivo, por el otro, como dos destinos posibles. Desde ya, no es un listado exhaustivo de los destinos de la pulsión que Freud ha explorado en otro artículo del mismo año («Pulsiones y destinos de pulsión»). Pero interesa que los dos aparecen diferenciados entre sí. Esto supondría que son operaciones diferentes. Veremos si esta deducción se sostiene sin contradicción posteriormente.
A continuación Freud se refiere a los afectos inconscientes. Señala lo evidente, a saber: que la conciencia tenga noticia de un afecto es inherente a su esencia. Entonces, así como sería erróneo referirse a una pulsión inconciente, también lo sería hablar de sentimientos inconscientes. Ahora bien, ¿de dónde procede este uso lingüístico? Freud parte de la constatación clínica de que el afecto puede ser percibido, pero erróneamente fruto de un proceso de represión de su representante genuino y su enlace con una representación sustitutiva a la que se le concede expresión. O sea, que la expresión afecto inconciente compete a uno de los destinos del factor cuantitativo de la pulsión a consecuencia de la represión (persiste como tal, es mutado en afecto cualitativamente diverso o sofocado exitosamente). Esto supone que, en los casos en que la represión consume una inhibición del desarrollo de afecto, este sólo persiste como una posibilidad de planteo (de amago), diríamos en otras palabras, como un potencial de desarrollo de afecto que no se ha desplegado.
Reflexionemos un poco respecto a las implicaciones de este último desarollo. Un afecto es tal que aparece por entero dependiente de la representación a la que se enlaza. Operada una representación y aparecido un sustituto representacional para el factor cuantitativo, el afecto experimentado puede no guardar relación alguna con el de origen. Quizás algo de esto tenga que ver con aquello de que la angustia no miente, ya que el resto está sujeto a tal capacidad potencial de cambio, que parecería tratarse de una metamorfosis. En todo caso, la naturaleza de la representación es la que determina el carácter cualitativo del afecto. O sea, no es algo propio de la cantidad, sino de la representación. Y no hay razón para creer que esto ocurre sólo con los afectos secundarios a la represión. Los afectos legítimos, lo son porque se gestan en su representación genuina simplemente.
Parece una verdad de perogrullo afirmar que la cantidad carece de cualidad, porque estamos acostumbrados a pensar en relación de mutua exclusión cantidad y cualidad. Pero un análisis más profundo revela que no resulta tan obvio. Sería perfectamente plausible asumir que existan cantidades de diversa naturaleza soldadas, por así decirlo, a cierta cualidad. Incluso, me atrevo a decir, esta última interpretación probablemente responde más a la concepción de sentido común, además que recuerda a la teoría medieval de los humores.
Llegados a este punto, desarrollando la diferencia entre representación y afecto (el primero sí puede permanecer en tanto tal inconciente), Freud lanza la siguiente definición que es, a nuestro entender, la más poderosa como definición de sentimientos en el texto: «…las representaciones son investiduras ─en el fondo de huellas mnémicas─, mientras que los afectos y sentimientos corresponden a procesos de descarga cuyas exteriorizaciones últimas se perciben como sensaciones…» (p. 174). Esta definición es contundente. Freud entiende a los sentimientos como procesos de descarga. Esto los coloca junto a las descargas motrices. Freud aclara que existe una diferencia entre las dos formas de descarga: el imperio que el Cc tiene sobre los afectos es menor. Empero, nos permitimos señalar que si damos crédito a lo que se afirma de los monjes orientales que consagran su vida a la meditación, parece que esto sería mejorable en gran medida con el entrenamiento, lo cual no deja de incrementar la similitud entre ambos procesos de descarga.
¿Qué son estos procesos de descarga que no involucran la motilidad voluntaria? Creemos que son descargas al cuerpo. Cosas sentidas en el cuerpo. En el libro A cada cual su cerebro, Plasticidad neuronal e inconciente, de Ansermet y Magistretti (2012), ellos refieren a que junto con las representaciones existen emociones involucradas: «…las sensaciones conservadas a la par de su representación bajo la forma de lo que Antonio Damasio denomina marcadores somáticos, algo así como la memoria corporal (…) sensaciones más o menos perceptibles en su propio cuerpo…» (p. 101). En este libro, entre otras cosas, se hace mención a la importancia de la amígdala cerebral y su conexión con el sistema neurovegetativo y endocrino que, a su vez, controla nuestras vísceras y sistema hormonal. Estos desarrollos armonizan con la idea de los afectos como procesos de descarga en lo somático, a la vez que explican la dificultad mayor de su control debido a que tomarían la vía del sistema nervioso autónomo.
El orígen de las emociones
Existe un punto que no explica esta teoría: la universalidad de las emociones. Es un hecho, científicamente reconocido, que las emociones básicas son de carácter universal. Aquí nos permitimos realizar, puntualmente, un salto en el tiempo dentro de la historia de la teorización freudiana ¿Cómo se explica esta universalidad del patrón de descarga típico de cada emoción? La respuesta que da Freud es el trauma. Así como la angustia tiene su modelo en el trauma del nacimiento, del resto de las emociones en «Inhibición, síntoma y angustia» (Freud, 1926) se declara: «…Los estados afectivos están incorporados {einverleiben} en la vida anímica como unas sedimentaciones de antiquísimas vivencias traumáticas y, en situaciones parecidas, despiertan como unos símbolos mnémicos. Opino que no andaría descaminado equiparándolos a los ataques histéricos, adquiridos tardía e individualmente, y considerándolos sus arquetipos normales…». (p. 89).
Esta respuesta, aunque satisfactoria, nos aparta de la consideración exclusivamente económica, y obliga a considerar la existencia de huellas mnémicas en el ello interpuestas entre la representación, original o sustitutiva, y el proceso de la descarga. Esta huella ancestral dictaría el modo particular de descarga, esta suerte de conversión normal. Nos preguntamos, por otro lado, por los alcances de la analogía con la conversión, con la que creemos poder establecer un distingo más allá del origen del trauma: la vía por la que se consuma la histeria no parece involucrar tanto al sistema autónomo como aquella presente en las emociones. Nos explicamos: en «Algunas consideraciones con miras a un estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas», Freud (1893) afirma que la histeria actúa en «…sus parálisis y demás manifestaciones como si la anatomía no existiese o como si no tuviese ningún conocimiento de ella (…) Toma los órganos en el sentido vulgar, popular del nombre que llevan: la pierna es la pierna hasta la inserción de la cadera, y el brazo es la extremidad superior tal y como se dibuja bajo los vestidos…» (p. 206). De esto podemos deducir que la conversión opera sobre el cuerpo erógeno, sobre una representación de cuerpo, atravesado por el significante, al decir de Lacan, recortado. Asumimos aquí el riesgo de sugerir que, en el caso de las emociones básicas, la vía de descarga es de otra naturaleza: se trataría de una descarga a lo somático, no al cuerpo erógeno, que se hace sentir sólo por sus efectos. Es este, lo reconocemos, un punto de máxima especulación.
La angustia
Por último, no podríamos dejar de mencionar, al menos al afecto por antonomasia para el psicoanálisis: la angustia. Sinceramente, comenzamos por confesar que un estudio mínimamente serio de este tema, resultaría inabarcable y escaparía por completo a la intención de este trabajo. Así y todo, sería una omisión inadmisible.
La angustia como afecto displacentero sería un proceso de descarga corporal típico acompañado de la percepción del mismo (esto último vale también para todo el resto de los afectos, naturalmente).
La primera teoría de la angustia es fundamentalmente económica. En el «Manuscrito E», Freud (1894) sostiene que «…la fuente de la angustia no ha de buscarse dentro de lo psíquico…» (p. 229). Se trataría de un factor físico de la vida sexual. La energía sexual somática acumulada, no ligada, diríamos, sin mecanismo psíquico, se descarga como angustia. Esto se apoya básicamente en la teoría freudiana que por entonces tenía acerca de las neurosis de angustia.
Un segundo momento, armónico con este planteo, afirma que en las neurosis encontramos angustia, fruto del proceso represivo que disocia representación de afecto. Esta, antes de ser aplicada a una nueva representación o dirigida al cuerpo por conversión, se libera directamente como angustia.
En la «Conferencia 25», (Freud, 1917) sostiene por primera vez que el modelo de la angustia vendría dado por la primera reacción frente al trauma ante el incremento de cantidad de excitación durante el nacimiento cuando se interrumpe la homeostasis intrauterina. En palabras de Freud: «…el acto del nacimiento, en el que se produce ese agrupamiento de sensaciones displacenteras, mociones de descarga y sensaciones corporales que se ha convertido en el modelo para los efectos de un peligro mortal y desde entonces es repetido por nosotros como estado de angustia …» (p. 361). Es una vivencia arquetípica, dirá años después.
Llegado 1923 asistimos a un cambio fundamental en la teoría de la angustia. En «El yo y el Ello» (Freud, 1923), destacará que «…El yo es el genuino almácigo de la angustia …» (p. 57), lo cual supone que la angustia parte del yo y no ya del ello. El yo aparece retratado como «…una pobre cosa sometida a tres servidumbres y que, en consecuencia, sufre las amenazas de tres clases de peligros: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó …» (p. 56). O sea que la angustia pasa a ser entendida como una suerte de sistema de alarma contra el peligro por parte del yo. El mecanismo operaría como una especie de reflejo de huida que «…retirando su propia investidura de la percepción amenazadora, o del proceso del ello estimado amenazador, y emitiendo aquella como angustia …» (p. 57).
Finalmente, en «Inhibición, síntoma y angustia» (Freud, 1926), ahonda en la diferenciación entre angustia traumática y señal, ya esbozada en la «Conferencia 25»: «…cuando se revuelve contra un proceso pulsional del ello, no le hace falta más que emitir una señal de displacer para alcanzar su propósito con ayuda de la instancia casi omnipotente del principio de placer…» (p. 88). De esta forma la angustia aparece sólidamente vinculada a la castración (aunque no sea el único tipo de angustia) y a la defensa: «…el complejo de castración es el motor de la defensa …» (p. 109). En esta nueva versión de la angustia, ya no se tratará de libido reprimida, sino de una herramienta del yo para enfrentar una situación de peligro.
A modo de síntesis
Recapitulemos las definiciones que pudimos extraer respecto a la comprensión freudiana de los afectos en general. Los afectos pueden ser entendidos como uno de los destinos posibles de la pulsión, como un proceso particular de descarga en lo somático y su correspondiente percepción, siguiendo los arquetipos de traumas ancestrales al modo de universales síntomas conversivos (que, sin embargo, parecen diferenciarse de ellos en la medida que comprometería al sistema nervioso autónomo). Son constelaciones de sensaciones sentidas en el cuerpo de origen endógeno.
La cualidad del afecto está determinada por las representaciones a las que la cantidad se anuda, al punto que, en el caso en que en las neurosis el mecanismo represivo separa la representación del afecto y le confiere a este último una representación sustitutiva, la cualidad del proceso de descarga correspondiente puede verse completamente alterada.
Ahora bien, la angustia aparece como un afecto excepcional. Para empezar por su particular importancia por la utilidad que tiene para el yo en el proceso defensivo: como señal es una alarma que pone al principio del placer a su favor frente a un peligro discernido. Pero, sobre todo, porque es producida (como señal) por el yo. En esto se diferencia del resto de los afectos entendidos como destinos de la pulsión, a no ser que haya que hacer extensivo a todos los afectos lo afirmado para la angustia. Creemos que este es un interrogante que reviste un enorme interés. Si, por ejemplo, aplicáramos la misma lógica que a la angustia al resto de los afectos básicos, o sea, si los incluyéramos dentro del yo como su almácigo, como herramientas: ¿qué utilidad tendría cada afecto?, ¿servirá cada afecto como vía de comunicación entre el yo y el ello, ya no por amenaza, sino ante otras cuestiones? Y si eso fuera así, ¿servirían para ganar imperio sobre el principio del placer?, ¿cómo modificaría tal concepción nuestra imagen del psiquismo?
Hemos de confesar que el tema es tan interesante como inabarcable. Esperamos, al menos, haber sido fieles a nuestro propósito: balizar el territorio de una posible teoría freudiana de las emociones. Antes de terminar, nos tomaremos el atrevimiento de apostar, en base a nuestras exploraciones, a que dicha teoría efectivamente existe e, incluso, es un elemento clave en el armazón general del psicoanálisis. No sólo eso, sino que, habida cuenta de la gran cantidad de conocimiento acumulado en otras áreas del conocimiento, bien podría ser un fructífero punto de intercambio con otras disciplinas.
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