NÚMERO 32 | Octubre 2025

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La escritura de los pacientes en la transmisión del psicoanálisis | Luis Correa Aydo¹

El autor nos permite conocer a través del siguiente  trabajo, la viabilidad de relacionarnos amorosamente con las letras y con lo que las letras del psicoanálisis nos transmiten, en las palabras del autor :“el psicoanálisis circula en la escritura” y por ende, en su desarrollo,  la posibilidad de transmisión del psicoanálisis. Este trabajo rico en citas literarias nos muestra sus dos vertientes ,el psicoanálisis  se enseña y se transmite.

La literatura y el psicoanálisis son áreas de conocimiento cuya definición coincide: ambas se constituyen como prácticas de la letra, de la escritura.

Emilio Rodrigué (2001)

Este artículo persigue un doble propósito: por un lado argumentar que la escritura puede transmitir el psicoanálisis cuando resulta investida desde una recepción transferencial,  y por otro presentar esa potencialidad a través de una tipología particular de textos, aquellos que son escritos o aportados por pacientes. 

I – Psicoanálisis y escritura recorren caminos paralelos desde los orígenes. El psicoanálisis nace como disciplina de autor con los escritos de Freud, quien fue un formidable escritor, tanto por la calidad estilística de sus obras como por la amplitud de su producción.  Era, además, un gran lector y reconocía que algunas de sus ideas derivaban de lecturas y diálogos con textos y autores, muchas veces a través de elaboraciones de carácter inconsciente (Viguera, 2006).  

Freud fue también un editor activo, que impulsó varias publicaciones periódicas y generó su propia editorial independiente (Roudinesco 2017,p.278). Casi desde el principio, y alentados por el propio Freud, otros psicoanalistas dieron a conocer sus trabajos, contribuyendo así a la difusión y el desarrollo de la disciplina.  La incorporación de nuevos puntos de vista no siempre fue pacífica: dio lugar a polémicas y a algunas rupturas. Además, y también desde el comienzo, hubo ataques externos, a veces muy duros, contra el psicoanálisis y sus bases epistémicas. Pero en la medida en que estas confrontaciones internas y externas se vehiculizaron a través de publicaciones, y que la existencia del debate resultó un estímulo para la producción de abundante escritura, el resultado global fue favorable para la difusión del psicoanálisis y contribuyó a que el mismo extendiera su influencia en el siglo XX. Hasta hoy la literatura psicoanalítica, en sus diversas tipologías y soportes textuales, sigue siendo un pilar que sostiene la vigencia y la riqueza de la disciplina, de modo que podemos condensar estas observaciones preliminares diciendo que el psicoanálisis circula en la escritura. Esta afirmación va seguida de un interrogante: ¿ese rol fundamental de la escritura en la difusión pública del psicoanálisis tiene un peso correlativo en la transmisión del mismo? 

Empecemos por intentar caracterizar qué es la transmisión del psicoanálisis. En un sentido lato, como cualquier otra actividad humana que busca comunicarse, transmitir es hacer llegar a cierto público objetivo un determinado contenido. Acabamos de señalar el rol de la escritura psicoanalítica en este orden. Pero en un sentido más especializado, el término se usa para referirse a la formación de los analistas, eludiendo las connotaciones intelectualistas que se adhieren al concepto de ’’enseñanza’’, que parecen incompatibles con el modo en que puede ser aprehendido el conocimiento psicoanalítico, que implica tomar en cuenta lo inconsciente. Por esa razón estamos de acuerdo en que se jerarquice la experiencia analítica personal en la transmisión del psicoanálisis, pero no pensamos que sea el único canal. Veamos por qué.

En primer lugar, por supuesto que se puede ‘’dar clases’’ de psicoanálisis en un sentido informativo. En ese entorno los recursos de enseñanza, como la lectura y producción de textos, ocuparán un lugar parecido al que tienen en otras disciplinas. Es claro también que la eficacia de todos los procesos de enseñanza no se restringe solo a cuestiones intelectuales, sino que presupone también elementos emocionales, que remiten a la relevancia subjetiva de los contenidos y a la calidad de las relaciones entre los involucrados. En ese sentido el psicoanálisis no constituiría un caso singular. Pero la inmersión en la formación psicoanalítica del futuro analista, máxime en el contexto de una institución a la que aspira pertenecer, moviliza procesos muy intensos de transferencia e identificación que no pueden ser soslayados ya que lejos de ser fenómenos  secundarios, como puede ocurrir en otras disciplinas, son un componente esencial de la práctica analítica.

Toda nuestra vida -en cualquier ámbito- está atravesada por la transferencia, entendida como ‘’el proceso en virtud del cual los deseos inconscientes se actualizan sobre ciertos objetos, dentro de un determinado tipo de relación establecida con ellos y, de un modo especial, dentro de la relación analítica» (Laplanche y Pontalis, p. 439). Reteniendo la idea del lugar especial de la relación analítica, también nos parece relevante señalar que entre  ‘’ciertos objetos’’ destinatarios de la transferencia para un analista, ocupan un lugar privilegiado los libros y los autores. No hay lugar para una lectura ingenua. Idealización, envidia, identificación, gratitud, hostilidad…, todo eso mezclado con un intento de ‘’entender’’ textos que a veces se presentan  accesibles, y otras demandan un arduo esfuerzo. 

Ante esta complejidad algunos autores (Schkolnik et al. 1991) recomiendan una lectura crítica para abordar los textos psicoanalíticos durante la formación, examinando cuidadosamente “la estructura de pensamiento” de los autores. Compartimos esta recomendación, pero no nos parece suficiente para lidiar con los efectos inconscientes que brotan en la transferencia. Accedemos a Freud desde cierto lugar transferencial y lo mismo ocurre con aquellos autores cuyas ideas privilegiamos en nuestra construcción identitaria como analistas. Es más, ¿acaso no pasa algo similar con los supervisores y con las instituciones?

 Entendemos que cuando Freud (1912) instituye el trípode de la formación, incluyendo como un elemento inédito la necesidad del aspirante de someterse a análisis, establece el lugar privilegiado para trabajar la transferencia en todos sus aspectos. Ahora bien, el hecho de que los análisis llamados didácticos en el seno de las instituciones restrinjan la elección del analista a un elenco predeterminado por la propia institución, puede operar como un límite para el análisis de las preferencias teóricas y el estilo personal del futuro analista. Como bien advierte L. Croceri (2004, p. 5) los espacios en los que se procura transmitir el psicoanálisis, generan un modo particular de hacerlo, que reproduce lo que en ese contexto se supone que constituye “el psicoanálisis”.  Por nuestra parte,  consideramos que cuanto más ortodoxo sea el formato institucional y más prescriptivo su repertorio teórico-clínico, mayores serán las dificultades para ampliar marcos referenciales y fomentar la creatividad. Cabe preguntarse si en algunos casos extremos se transmite un psicoanálisis vivo o se reproduce una versión escolástica del mismo. Por el contrario si consideramos que la transmisión abarca mucho más que la relación analítica, pero que es en la experiencia analítica donde todo lo demás se resignifica, las prácticas de lectura y escritura de quien se está formando entrarán en su análisis con toda la riqueza transferencial que portan, la cual no se limita a la persona del analista, pero se re- presenta en él. Hablamos de una red transferencial generada por todas las experiencias significativas de contacto con lo psicoanalítico, es decir investidas libidinalmente.  El análisis será el lugar privilegiado para examinar la transferencia y otorgar sentido a lo sabido intelectualmente, enlazando la vivencia con la palabra y habilitando la posibilidad de “tomar un lugar’’ donde nace un “hacer clínico”, único e irrepetible, como lo dice S. Asteggiante (2022, p. 90). 

En suma, ante la pregunta acerca de si el psicoanálisis se enseña o se transmite, nuestra experiencia² nos lleva a responder que el psicoanálisis se enseña y se transmite. Acompañamos a M. Laguarda al conceptualizar la formación ‘’como la síntesis de la enseñanza y la transmisión” (Laguarda, 2012, p. 9). En ese sentido la escritura psicoanalítica no suele ser mera exposición teórica (Croceri, 2004) sino que generalmente apunta a lo que C. Repetto dice a propósito del estilo de Freud: ‘’un ejercicio de transmisión y conocimiento, que aclara sus propios descubrimientos” (Repetto, 1992, p.51)

II – Un psicoanalista es alguien que lee; en un sentido propio y en un sentido apenas metafórico. ‘’Los psicoanalistas (…) ante todo son mitógrafos, clínicos de la lengua, el texto y la palabra’’ (Roudinesco, 2017 p. 277 – 8).  La circulación del psicoanálisis en lo escritural, sobrepasa el corpus de las obras específicas; se aplica también a un infinito entrecruzamiento de textos (y otros discursos no textuales) que se apoyan en sus concepciones. De diferentes maneras, también esos escritos afectados por el psicoanálisis, incluso obras de ficción, hacen parte de su transmisión en los términos en que definíamos el concepto más arriba. 

Es imposible detectar regularidades en la autoría de un universo tan amplio de textos, pero es posible que un buen número de ellos pertenezcan a escritores que además han sido pacientes.  Como un ejemplo entre muchos la novela Lamento de Portnoy de Phillip Roth (1977 [1969]), por su estilo, asimilable a la asociación libre, y por la magistral descripción de la neurosis, es seguramente fruto de la experiencia del autor en el diván. Sin embargo en su autobiografía, titulada Los hechos (2008 [1988]) la referencia al “intenso psicoanálisis” (p. 180) por el que pasó es muy breve, aunque el resultado parece haber sido favorable. 

¿Por qué nos interesaría saber más al respecto? Quizás hay algo voyerista en la vocación de los analistas, que siempre hemos transitado los historiales clínicos con singular interés. Se ha dicho que en muchos casos los historiales y las viñetas que se publican distan de ser crónicas objetivas. Desde la obligación ética de preservar la identidad de los pacientes que otorga un primer permiso para introducir cambios, hasta la selección de los fragmentos, elegidos para argumentar a favor o en contra de ciertas hipótesis o decisiones técnicas, el caso escrito es una versión entre otras posibles.  Pero aunque un historial esté bien contado y no esté bajo sospecha la integridad del analista, también sabemos que hay aspectos que ocurren en el análisis que no es sencillo poner en palabras. El propio Freud, que logró generar buena parte del interés hacia el psicoanálisis por la brillante escritura de sus casos, opinaba que: ‘’Ya es notorio que no se ha encontrado un camino que permita dar cabida de algún modo, en el relato de un análisis, al convencimiento que dimana de él” (Freud 1988 [1909], p. 14).

Tal vez por la expectativa de encontrar ese tipo de convencimiento al que alude Freud, y porque hay pocos testimonios directos de procesos de análisis narrados por los pacientes, los que hay resultan de mucho interés. Dentro de ellos constituyen un caso especial los analistas que cuentan sus propios análisis.

En un momento donde tenía algunos interrogantes sobre el encuadre, abordé el texto de A. Kardiner (1979) en el que relata, 50 años después, sus recuerdos del análisis de formación con Freud.  Esperaba obtener alguna idea concreta sobre cómo trabajaba realmente Freud en los años 20, cuando su técnica debía estar ya muy consolidada.  El texto, con un estilo un poco desabrido, narra en sus primeras páginas las circunstancias del encuentro y la formalización del contrato, y aporta algunos contenidos de las sesiones. Las consideraciones sobre la figura de Freud parecen confrontar una gran idealización previa con cierto desencanto ante la persona real. El autor rememora pasajes de las sesiones con un discurso muy intelectualizado. Las intervenciones de Freud parecen convencionales, referidas mayormente a la neurosis transferencial, y sin alusiones a aspectos preedípicos que podrían colegirse en el paciente. Hay que tomar en cuenta que ya se habían publicado la Introducción del narcisismo (1914) y Puntualizaciones sobre el amor de transferencia (1915), pero no sabemos si Freud pasó por alto la sobrecompensación de ciertas deficiencias narcisísticas, o si lo hizo intencionalmente ya que estaba focalizado en la neurosis de transferencia. En cualquier caso, en determinado momento Kardiner se queja de que Freud no haya interpretado transferencialmente un sueño. Al respecto dice: ‘’El hombre que había inventado el concepto de transferencia no la reconoció cuando ocurría aquí’’ (Kardiner p. 63).  Aún si aceptamos como hipótesis que el material aportado por el analizado es honestamente fiel a sus recuerdos, no es sencillo sacar conclusiones sobre cómo trabajaba Freud. Además de las lagunas y reestructuraciones que pudo haber sufrido la memoria del autor, es inocultable cierto baluarte de resentimiento. Por ejemplo, se queja de que a los norteamericanos que se fueron a radicar en Viena para analizarse con Freud, algunos como él con gran esfuerzo económico, se les ofreció solamente cinco sesiones a la semana, mientras que los del “contingente inglés” recibían seis. 

En definitiva, si un historial clínico narrado por el analista puede estar “contaminado” de cierta intencionalidad, no hay razón para pensar que el caso contado por el paciente no lo esté. Sin embargo, esa circunstancia no le quita valor como fuente en el desarrollo y la transmisión del psicoanálisis. Al fin y al cabo, ese tipo de trabajo es el que hizo Freud mismo al proponer un estudio sobre la paranoia a partir de las Memorias del Presidente Schreber (1911).

Un patrón muy diferente, y mucho más trascendente para el interés teórico, es el que sigue Margaret Little (1995) en su libro Mi análisis con Winnicott. Angustia psicótica y contención. Nos entrega un relato mucho más completo sobre el trabajo del analista, en una situación clínica que presentaba grandes dificultades. Si bien la figura de Winnicott podría estar idealizada en la visión de la autora – paciente, su credibilidad se sostiene en el coraje con que narra sus momentos de desestructuración psíquica y la angustia psicótica que eclosiona con ellos, actitudes infrecuentes en el campo de la escritura psicoanalítica. “Cuento estas experiencias tal cual las experimenté, tratando de ser lo más objetiva posible, aunque incluyendo tendencias que otros podrían rechazar o desaprobar” (Little, 1995, p. 24).  Haber devenido ella misma en analista y haber hecho contribuciones teóricas importantes, como su reflexión sobre la contratransferencia, habla del éxito del proceso de análisis y de la pertinencia de las propuestas de Winnicott para abordar los casos difíciles.  Como dice J.S. Grotstein en el prólogo al libro citado: “También le debemos a la Dra. Little otro favor: el habernos dado una imagen íntima del modo en que Winnicott condujo su tratamiento, de cómo interpretaba, de cómo no interpretaba, cómo le ofreció un ‘ambiente de sostén’ (…), cómo le ayudó a que creara un ‘espacio potencial’ para la ilusión creativa, (…), además de habernos dado una idea de cómo era él como ser humano…” (Little, 1995, p.11).

Además de los relatos autobiográficos de análisis ya concluidos, o los diarios que acompañan su desarrollo , como los de Sabina Spielrein (Carotenuto, 2012), la escritura a veces circula también dentro de los tratamientos, ya sea bajo la forma de textos producidos por los pacientes o como referencias a libros que han sido significativos para ellos. Me extenderé ahora en algunas situaciones de mi propia clínica, que ilustran el protagonismo que la literatura puede tener en el transcurso de una psicoterapia.

El primer caso es el de un paciente, profesor universitario con muchas y variadas lecturas, que consulta por una sensación general de desaliento. En una sesión recuerda un pasaje de una novela³ que yo desconocía, que trata sobre luces y sombras de la vida académica en las grandes universidades norteamericanas.  En la sesión siguiente se presenta con el texto y me lee la cita, la cual reflejaba con bastante fidelidad una situación que estaba atravesando en su carrera docente. Al final de la sesión, me ofreció en préstamo la novela, cosa que yo acepté con verdadero interés, porque en las pocas líneas que acababa de oír, me había parecido prometedora. La lectura me confirmó que se trata de una excelente novela. Pero mucho más importante, me puso en alerta sobre la identificación latente del paciente con la biografía del personaje, que abarcaba numerosos detalles de una trayectoria penosa, desvitalizada, en la que la expectativa de un reconocimiento que no llega nunca, desemboca en una pasividad melancólica que lo conduce al cáncer y a la muerte. La transferencia, mediada por la literatura, me enviaba un pedido de ayuda mucho más dramático que el vertido en las preocupaciones manifiestas, referidas a la lucha cotidiana en los vericuetos narcisistas de las cátedras universitarias.

En el caso que acabamos de ver, la letra ya escrita sirvió de molde al paciente para vaciar en ella aspectos de su conflictiva que no podía pensar ni decir. A otros pacientes se les hace necesario escribir sus propios textos.  Un hombre de mediana edad consulta en medio de una situación muy complicada que compromete su reputación profesional y su futuro económico. Logra tomar cuatro días de pausa en un sitio natural, muy bello, pero también muy desolado en esa época del año. A favor del análisis, que llevaba ya algunos meses, y de la intensa movilización ocasionada por la peripecia vital que estaba atravesando, pasa esos días solo: camina, contempla, piensa… y escribe. Escribe de un tirón más de veinte páginas que condensan su particular novela biográfica. Deja jirones de su corazón en el texto. Pocas veces he leído algo tan descarnado, tan valiente y a la vez tan esperanzador. Puesto a revisar la aparente incongruencia de algunas de sus decisiones, responsables de la bancarrota en la que se encuentra, comienza a entender sus fracasos como la búsqueda de realizar un deseo inconsciente, más profundo que el de alcanzar el éxito: ser amado en su vulnerabilidad. La construcción subjetiva de su identidad de género, único varón entre cinco hermanas y con un padre distante y severo, que solo quiere ‘’mirar para adelante’’, parecía dificultarle el poder mostrar al terapeuta varón su fragilidad, encubierta detrás de los negocios y el dinero. Se lee al comienzo: ‘’Este libro es para mí (y quizás también para vos) ’’.  Aunque la apelación al eventual lector es general, la motivación transferencial es evidente. Tal vez porque en medio de su crisis ha logrado construir nuevos y mejores puentes con el padre, pero aún tiene presentes los boletines escolares que el padre le subrayaba con marcadores fluorescentes, solamente en las partes donde se exponían sus dificultades. Este nuevo ‘’boletín’’ que me entrega impreso al entrar en la sesión, apenas regresando de sus días de pausa, son como los deberes autoimpuestos para la terapia; lo entiendo como una apelación a una nueva lectura más completa e integradora de su esfuerzo vital.

No es la única vez en mi experiencia clínica que un paciente logra a través de la escritura comenzar a desanudar sus conflictos. Cada vez me he preguntado, sin poder definirlo, si ese recurso revela un logro habilitado por el tratamiento, o al contrario un síntoma de su deficiencia. 

Otra paciente, publicista de unos veinte años, con muchas dificultades para entregarse a la libre asociación, dice que se frustra por no poder recordar en sesión sueños que en el momento de despertar le parecieron reveladores. Se propone cada vez retener la producción onírica para volcarla en la terapia, pero al transcurrir la mañana, indefectiblemente el recuerdo de sus sueños se va borrando hasta quedar un vacío brumoso que no logra plasmar en un relato.  Esto sigue igual hasta que decide crear un dispositivo para ‘’atrapar’’ sus sueños. Deja una libreta en la mesa de luz donde anota lo soñado enseguida de despertar, dedicando varios minutos a ello. A partir de ahí casi todas las sesiones estuvieron ocupadas por el relato de sus sueños. Dejando de lado ciertas cuestiones técnicas, como los efectos del procedimiento de escribir sobre la elaboración secundaria, debo reconocer que la lectura del material onírico me resultaba fascinante, tanto por la densidad del contenido como por la calidad de la escritura, en la que no faltaban matices poéticos y metafóricos. ‘’Estaba en una casa líquida, las cosas flotaban como los astronautas en el espacio. A mí me daba miedo y me aferraba a alguna cosa sólida que había en el piso, pero a la vez deseaba soltarme y dejarme ir, fluyendo, no para llegar a ninguna parte, como si yo misma fuera más del agua que de la tierra.’’ La situación continuó así por varias sesiones, a tal punto que comenzó a inquietarme la posibilidad de que el relato leído de los sueños, al hegemonizar la comunicación analítica, ocasionara una suerte de desfiguración del encuadre, en que la seducción terminara por hacer fracasar el tratamiento. La interpretación transferencial, formulada de la manera más cuidadosa posible y precedida por mi propia autocrítica, inició un nuevo momento del trabajo terapéutico. Lo curioso es que los sueños no desaparecieron, pero los traía de manera esporádica, y ya no necesitó leerlos, ni relatarlos de manera tan primorosa. Me he cuestionado a menudo si podría haber ensayado algún recurso diferente para favorecer el despliegue asociativo sin comprometer la abstinencia terapéutica. De todas maneras me parece que ese breve momento en que logró cautivar mi escucha con recursos legítimamente estéticos, resultó un buen antídoto para enfrentar su miedo al análisis. Ella demostró una vez más que los pacientes también nos enseñan a analizar.

Un cuarto caso, que reúne aspectos de los precedentes, es el de un paciente escritor, de treinta y pocos años. En él el temor al análisis tomaba la forma de un posible ataque a sus facultades creativas, las que no sin razón consideraba estimuladas por sus conflictos neuróticos. Había leído la presentación de un importante escritor y crítico, que en una jornada de literatura y psicoanálisis relató la experiencia infantil de haber desarmado una cajita de música para ver cómo funcionaba, estropeándola involuntariamente (Achugar, 1995). La prevención del conferencista estaba dirigida al psicoanálisis aplicado mecánicamente a la ‘’explicación’’ del arte. Pero el efecto sobre el paciente iba más allá. Pensaba que interpretando los mecanismos de los que se valía para escribir, la fuente de su literatura quedaría vacía.  Este caso comprometía de una manera particular la responsabilidad de mi rol terapéutico. No se trataba solo de interpretar la resistencia al análisis encubierta bajo la forma de temor al ataque de sus facultades literarias, ni de estar atento a los aspectos envidiosos de mi contratransferencia, dado que verdaderamente admiraba su trabajo.  Teníamos que instaurar un juego terapéutico, que recreara en la transferencia una atmósfera transicional donde su capacidad creativa no solo se sintiera respetada, sino que resultara estimulada al servicio de Eros. Es oportuno informar que en sus primeras publicaciones el tono general era oscuro, transgresor y por momentos apocalíptico. Correlativamente su vida personal estaba signada por vivencias de desamparo y codependencia, que le llevaron a una ligazón enfermiza con su madre y a una sucesión de fracasos amorosos de los que se sentía amargamente responsable. Había coqueteado con la idea del suicidio, y decía que escribir lo mantenía vivo aunque no necesariamente ‘’con ganas de vivir’’.   Desde el comienzo sentí que el tratamiento tendría alguna posibilidad de avanzar si como dice Winnicott (1982), el paciente podía experimentar, a través de su talento, ‘’que vale la pena vivir’’. En ese tiempo yo acababa de leer las clases de Cortázar en Berkeley (2014) y tomé algo de ese texto durante una sesión.  Hasta entonces yo le había supuesto una filiación más bien onettiana, pero para mi sorpresa manifestó gran admiración por Cortázar. En otro trabajo (Correa, 1997) he narrado la importancia que tuvo para mí el encuentro con la literatura de Cortázar.  La comunicación inconsciente atenuaba la asimetría de roles, que hasta entonces manteníamos en exceso. La admiración común levantó algunas barreras que habíamos construido. De su lado por la ‘’defensa’’ de sus fueros artísticos, y del mío porque debí reconocer que estaba algo impresionado y a la defensiva, más que por la persona que me consultaba, por el personaje que encarnaba. Inconscientemente lo había situado en la tradición de los escritores malditos del romanticismo: artistas que admiramos con reticencia, no tanto por su talento, sino por su lucidez.  Consumimos, desde la comodidad del espectador, todos los horrores y miserias posibles, a condición de que otro ponga el cuero para revelarlos, como el protagonista de Continuidad en los parques, quien se deja seducir por la novela sin advertir que es él mismo el protagonista y la víctima de la historia.  

Un tiempo después me trajo un texto en el que estaba trabajando, advirtiéndome que era su particular versión de Casa tomada. El relato era una alegoría épica, desarrollada en una temporalidad mítica, sobre la confrontación entre un grupo a los que llamaba pioneros y colonos, contra otro grupo algo siniestro, mezcla de orcos y zombis, al que nombraba como los proscritos.  En una atmósfera onírica, que evocaba las guerras de El señor de los anillos, la trama inconclusa esbozaba el camino hacia una batalla decisiva por la posesión de un territorio indefinido. Su motivación artística, me informó, se fundaba en la inquietud que experimentaba por la situación de su zona de residencia, crecientemente sometida a tensiones por la presencia de consumidores de drogas y el previsible cortejo amenazante de traficantes y otras figuras típicas de la marginación urbana contemporánea. Con un poco de humor, convinimos que el relato podría llamarse Barrio tomado. Sus asociaciones fueron hacia las diferentes lecturas que se han formulado del mencionado relato de Cortázar, las que conocía muy bien. Se detuvo un rato en la alegoría política que interpreta la pérdida de partes de la casa como el ascenso del peronismo en el país, proceso que a finales de los años cuarenta el autor miraba con preocupación (el cuento es de 1946). Yo le pregunté si conocía otra interpretación, la que entiende el cuento como una metáfora del proceso de enloquecer. Afirmó conocerla pero se mostró crítico con respecto a la misma.  A la siguiente sesión vino muy enojado, me dijo que no iba a terminar el cuento y que lo que había pasado en la sesión anterior confirmaba su sospecha de que el análisis iba a destruir su imaginación creadora ya que no había podido desprenderse de la idea de que yo tenía razón y que en este cuento estaba representando su temor al derrumbe psíquico. En realidad ese había sido el motivo inicial de consulta. Le señalé que como él había mencionado varias de las direcciones interpretativas sobre el cuento de Cortázar, me había llamado la atención que no tomara en cuenta una de las más conocidas. También le recordé que desde el comienzo habíamos dicho que el secreto del arte está en que no es posible reducirlo a una sola mirada, sino que cada lector tiene el derecho a proyectar en la obra sus propias construcciones interpretativas incluso cuando contradigan las del propio autor, por lo que no pretendía yo imponerle una en particular. Luego de unos instantes de silencio me preguntó si lo que había querido decirle es que él había omitido la interpretación psicoanalítica del cuento porque en realidad era él quien en el fondo la consideraba la más certera. Le pregunté entonces para quién había escrito ese esbozo de relato, que por lo demás estaba bastante alejado de su trabajo habitual. Él asoció con algo que habíamos comentado en las primeras sesiones, el concepto de lector modelo de U. Eco (1992), ese receptor imaginario hacia quien se dirige la expectativa del autor mientras escribe. Me dijo entonces que en realidad creía que no iba a intentar publicar ese texto y ni siquiera creía que lo fuera a concluir. “Quizás – dijo – lo escribí para vos, no sé si para demostrarte que yo tenía razón, o tal vez para que vos me libraras del miedo que me lleva a escribir. Lo que pasa es que no puedo escribir sin angustia, y cuando trato de mantenerla bajo control, escribo porquerías. ¡Qué me importa lo que pasa en mi barrio!  Cuando reconozco que no me importa nada, ahí es cuando ando bien con la escritura”. Tomando la validez de esa declaración pudimos pensar que el trabajo en ese fragmento inconcluso no era tanto parte de su proyecto como escritor, sino una pieza de su proceso terapéutico. Al fin, era el proceso terapéutico de un escritor que necesitaba sentirse auténtico para producir, aunque esa autenticidad doliese, y a la vez necesitaba confiar en su escritura para poder lidiar con el dolor, sin temer que este se hiciera tan insoportable que lo destruyera.  

A MODO DE CONCLUSIÓN Y RESUMEN

Al comienzo intentamos justificar que la escritura participa del proceso de transmisión del psicoanálisis no solo porque es su medio principal de difusión, sino porque es un elemento central en la construcción permanente del hacer de todo analista, no importa si se prepara para ejercer o tiene años de práctica. Descartada la posibilidad de que la lectura sobre cualquier tema de interés sea un ejercicio meramente intelectual, los analistas sin embargo deben reflexionar sus procesos transferenciales en relación a los textos (psicoanalíticos o no), a los autores, y a las mediaciones intersubjetivas en las que se genera la circulación de la escritura, ya sean  sociales, institucionales o clínicas. 

En un segundo momento enfocamos los efectos de la circulación de la escritura en la interacción con los pacientes. En estos casos, tratamos de mostrar que la literatura actúa como mediadora en la transferencia, habilitando la expresión de conflictos y afectos difíciles de verbalizar directamente. Para algunos pacientes, escribir o compartir textos es un acto de autenticidad que sostiene el trabajo terapéutico; para otros, un síntoma o una resistencia que, abordada en el encuadre, puede transformarse en un recurso valioso para el análisis.

Notas al pie

  1. lcorreay@gmail.com+598 96 458 705  
  2. Me ha tocado participar del proceso fundacional (2003 – 2005)  y luego ocupar el decanato (2015 – 2019)  del Instituto Universitario de Postgrado de la Asociación Uruguaya de Psicoterapia Psicoanalítica (IUPA) , que cuenta con reconocimiento universitario oficial del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay, otorgado en el año 2011. El objetivo del instituto es formar especialistas en psicoterapia psicoanalítica de acuerdo a los estándares de acreditación universitaria internacionales.  Actualmente cuenta con casi 400 egresados.
  3. Willimas, J. (2020) Stoner Ed. Fiordo, Buenos Aires. Publicada originalmente en 1965.

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Acerca del autor

Luis Correa

Luis Correa