A los siete años llevé mi primer diario íntimo. Era un cuaderno de tapa dura color fucsia con un unicornio y un candado mínimo que pretendía mantener seguras mis primeras confesiones.
Me dediqué a escribir en el diario cada semana y me esforcé por ser sincera, como si el papel pudiera conocerme.
Era, por definición, un texto sin destinatario. Pero lo escribí igual, movida quizás por la necesidad de asentar algo o por el poder que ya intuía en la escritura como herramienta para dar forma a mis propios pensamientos.
Busco la caja con mis recuerdos de infancia, encuentro el diario y lo abro. Las oraciones desencajadas, las letras en espejo, las marcas temporales, los ritos del formato (querido diario..). Es como leer una carta del pasado. Lo cierro con cuidado, como si fuera un tesoro, y vuelvo a guardarlo. El registro de mi historia hecho por esa niña que fui.
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Me interesa la escritura como sistema diseñado para conservar y difundir ideas, conocimiento y emociones. Una práctica orientada a la preservación y multiplicación de saberes. Una forma de transmitir cultura y dejar legado.
Esta forma de expresión, que inventaron los antiguos en el cuarto milenio a. C., tiende puentes entre el pasado y el presente. Pero también entre el presente y el futuro; entre el pensamiento individual y la comunidad; a través de idiomas, fronteras y maneras de entender el mundo. De uno (o unos, quienes escriben) hacia otros, los lectores.
Como hay tantas lecturas como lectores y hay tantos textos como interpretaciones, escribir es someterse a algunas reglas. Lo escrito es siempre una obra en construcción. Todo lo escrito, incluso este texto, será sujeto a ser leído y releído y, en ese proceso, reinterpretado. El superpoder de la palabra escrita es que puede fijar el lenguaje y, al mismo tiempo, ser flexible.
Lo que más me gusta de la escritura es su promesa de comunicación desfasada. Se escribe en el presente para que se lea en el futuro. Muchas veces se escribe sin saber si lo escrito será leído, otras veces se escribe sin saber quién lo leerá, cómo o dónde. .
Gracias a este desfasaje, la escritura da tiempo : para pensar, para reelaborar y reescribir; la escritura se permite ser reflexiva y lenta. Y también genera ilusión de ser leída. En este sentido, la escritura es un acto de fe. Un movimiento hacia adelante.
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Cuando era chica, me acuerdo de pensar que aprender a escribir me permitía avanzar en un territorio que sería mío para siempre. Como una conquista, accedía a un conocimiento que no se des-aprende.
Tampoco se desvanece lo escrito. En mis cuadernos de primaria, en mi primer diario, en las notas de amistad y amor que escribí en la infancia, la acción de escribir siempre tuvo un significado: eso que estaba expresando iba a permanecer en el tiempo.
Así como recuerdo el aprendizaje de la escritura, tengo el registro de descubrirme como lectora. De chica, descifrando combinaciones de letras para acceder a sus mensajes ocultos. Ya más grande, leyendo por mi cuenta obras de literatura.
A través de las novelas y los poemas conocí el poder de la palabra escrita para reconocerme en otros. Esta es, para mí, la magia más potente de la escritura, la posibilidad de encontrarnos con desconocidos, a través del lenguaje, en lo que nos hace humanos.
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De tantos autores que piensan y dialogan con la práctica de la escritura, recurro a las dos que vengo leyendo: Annie Ernaux y May Sarton.
Sus obras tienen varios puntos de contacto, el más evidente es que ambas trabajan con su propia vida como materia prima de sus obras. Sarton desde sus “diarios” y Ernaux con su particular formato brutalmente honesto de autoficción. Pero además, las dos son lúcidas pensadoras que reflexionan en torno a la escritura, a las mujeres escritoras y al impacto del oficio de escribir en la propia vida.
Para May Sarton (1912-1995), poeta, novelista y ensayista estadounidense de origen belga, el acto de escribir es una forma de autoconocimiento; y la función de la escritura, y más precisamente, de la poesía, es abrir espacios para encontrarse con uno mismo.
Sarton consagra a la escritura largos períodos en soledad en su casa de campo en los que se dedica a su obra y a su otra pasión, el jardín y sus plantas. “Escribir es una manera de continuar el diálogo que no puede ser expresado de otra forma. Lo que no sé de mí misma, lo descubro escribiendo”, dice Sarton. En el camino, crea resonancias en el lector y ofrece un espacio para que los otros se encuentren. De esto se tratan sus libros Diario de una soledad y la compilación de sus ensayos Sobre la escritura, dos lecturas delicadas para pensar estos procesos.
También para Annie Ernaux (Francia, 1940) ganadora del Nobel de literatura en 2022, la escritura es un modo de autoconocimiento, en términos de entender sus propios deseos, sus contradicciones y sus heridas. Pero, además, la escritura es memoria y testimonio. Dice Ernaux: “Escribir es un modo de evitar que se nos borre, de dejar testimonio de lo que fuimos, de lo que vivimos, de lo que sentimos. Lo que quiero transmitir es la huella de lo vivido, las emociones que marcan nuestra vida, pero también los momentos de invisibilidad, de olvido, de silencio”.
Y en ese “dejar testimonio”, la escritura de Ernaux hace de lo individual una experiencia colectiva, que habla de una época y de una sociedad con estructuras que nos configuran y que, particularmente a las mujeres, nos imponen formas restrictivas de sentir, desear y pensar.
Dice la autora: “Lo que intento transmitir con mi escritura es una forma de reconstituir el pasado, de poner en palabras lo que no se puede decir”. Transmitir la lógica de época para desmenuzarla y cuestionarla, eso hace Ernaux con su literatura. Y de esta manera, dándole voz a lo que permanecía escondido, conecta lo personal con lo colectivo. La escritura es también ese puente.
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May y Annie, Annie y May. Leerlas es sentir que alguien me habla. Eso que ellas escribieron, tan lejos de mí, me llega. Una conexión de doble vía se establece entre nosotras, algo sucede entre sus textos y yo. Se abren nuevos sentidos.
Vuelvo al diario de mi infancia y hojeo las páginas con mi letra. Cómo no conservarlo, es mi legado a mí misma, parte de mi memoria. Pero además es un recuerdo de cómo quiero seguir ejerciendo la escritura, con el mismo anhelo que tenía a los siete: dejar registro de mi forma de ver el mundo.