“Cuantas veces me pregunto si esto
no es más que escritura,
en un tiempo en que corremos al engaño
entre ecuaciones infalibles
y máquinas de conformismos”
(Cortázar, 2004, p. 303)
Escritura y transmisión mantienen un vínculo en extremo íntimo e inextricable. En esencia, la escritura es un acto de transmisión en varios niveles. Uno de esos niveles da cuenta de una transmisión con uno mismo. La búsqueda del proceso secundario por capturar lo incapturable, de armar historia con las huellas inscriptas a partir de lo vivenciado. Un nivel de análisis metapsicológico, que en este escrito voy a dejar de lado ya que lo he abordado en otras ocasiones (Repetto, 2021, 2024).
La otra dimensión implica a los demás. Al afán de comunicar, de ofertar puestas de sentido. Y allí es donde creo que la pregunta respecto de qué es lo que se transmite, necesita hoy ser considerada diferenciando contenido y acto. Por un lado podemos pensar que lo escrito, en tanto contenido, vehiculiza ideas, historias, emociones, posicionamientos ideológicos, formas de ver el mundo, etc. Por el otro, y ese es el que hoy me convoca, el acto mismo de escribir tiene implicancia sociocultural, cuya relevancia varía de acuerdo al momento histórico en que se lo considere.
En tiempos de algoritmos, scrolling, instantaneidad, inteligencias artificiales que condensan y resumen, posteo de opiniones en escasa cantidad de caracteres, y demás yerbas digitales. Momento histórico en el cual la palabra está devaluada en beneficio de una imagen fugaz; donde los emojis y frases evitan toda argumentación gramatical, no en pos de una rebelión literaria, sino a fin de constreñirse a encajar en el rígido recuadro de texto. En una época en la que la gente quiere haber leído pero no leer (Dolina, 2021): escribir se transforma en un acto de resistencia emancipatoria.
Acto de la escritura, que como todo acto, implica la transmisión de un posicionamiento ideológico: “Quien haya estudiado a fondo los problemas actuales de la semiología no puede hacerse el nudo de la corbata, por la mañana ante el espejo, sin tener la sensación clara de seguir una opción ideológica, o por lo menos, de lanzar un mensaje, una carta abierta a los transeúntes y a quienes encuentre durante la jornada” (Eco, 1976, p. 9). Acto que es la transmisión misma, porque esta no está en el mensaje, sino en el medio que lo porta (McLuhan, 1996). Ya que como plantea Deleuze (2005, p. 11): “Cuando un surrealista lee una poesía incoherente, grosera, impertinente y el público abuchea, la obra no es la poesía, es toda la escena”.
Frente a una estructura sociocultural en la cual el tiempo constituye la mercancía más valiosa debido a su escasez programada, actuando como moneda de cambio que debe ser hábilmente utilizada en pos de cierta eficacia productiva, detenerse a escribir utilizando recursos literarios, descripciones, juegos de palabras, demora la vorágine, produce un freno en la obligación de someterse al imperativo de eficacia en el uso del tiempo y los espacios. La escritura se convierte así en un instrumento para la demora, la pausa, la lentitud, el rodeo por el camino largo. Un acto insurrecto que impone una brecha a la lógica de mercado, eficiencia y productividad epocal. Un demorar el ritmo vertiginoso, que al modo de una espina se clava en la voraz máquina de inmediatez. Reivindicación de una existencia humana por fuera del bombardeo de estímulos, estructurados en base a cálculos algorítmicos que ofician de mecanismos de control.
El tiempo de la escritura hace estallar al tiempo entendido como un avance lineal de instantes eficientes; tratándose de una temporalidad permanentemente recursiva, plagada de pausas contemplativas, impasses, reescrituras. El punto de llegada es una meta secundaria cuyo arribo trata de demorarse. Siempre hay algo por agregar, algo por sacar, algo por modificar. Un nuevo detalle que actúa como una nueva pausa en la vorágine que circula afuera. La búsqueda de la palabra precisa, tarea fundamental de todo escritor, es inadmisible para un sistema que privilegia la imagen y la velocidad de cambio. Un sistema en el cual lo asociativo debe ser combatido en pos de procesos de conexión-desconexión que se alternen a alta velocidad.
Y una vez terminado, el escrito se suma al torrente de obras que ofician como herramienta para que el lector tenga la chance de sumarse a ese acto insurrecto de demora. Porque lo que el escritor transmite no es una historia, no es información, no es un mundo de fantasía, ni una teoría explicativa. Lo que el escritor transmite son sus herramientas para hacer frente a la vorágine, al imperativo de optimización del tiempo. Actúa como agente de cambio. Le da al lector la chance de poner el freno, de estar, de escuchar el eco de sus pensamientos, de contemplar el juego de luces y sombras entre las líneas, de saber que hay otra forma de existencia más allá de la tiranía de una sociedad de mercado, en la cual atarse a la cadena productiva se presenta como un entorno natural.
En la vorágine de lo instantáneo, en la cual los estímulos aparecen y se desvanecen en un flujo sin pausa, la biblioteca aparece como un fuerte donde es posible armar un remanso, y a partir de allí retomar la complejidad dimensional de una realidad que pretende ser simplificada y fragmentada.
Palabras y silencios. Eso es la escritura. Silencios tan importantes como las palabras que los portan. Silencios imprescindibles a la hora de sentarse a escribir. Porque no se escribe caminando por la calle mientras se cruza la avenida. Para escribir hay que obligar al tiempo a hacer una pausa.
Tanto la escritura, como su posterior lectura, se deslizan de línea en línea, suave y analógicamente, alzándose así como un bastión contra el yugo del scrolling. Escribir implica pausar el frenesí cotidiano, potenciado por el sometimiento adictivo que generan las redes sociales y demás dispositivos digitales (uso el término dispositivo en su acérrima acepción foucaltiana), para poder construir narrativas que trasciendan la fugacidad. Escribir permite establecer puentes durables con el pasado, construir memoria. Esa memoria que los poderes hegemónicos pretenden hacer desaparecer en la fugacidad de estímulos que se desvanecen de inmediato. No solo por la información que resguardan para el futuro, sino porque muestran otra forma de existencia posible.
En tiempos en que la inteligencia artificial se impone como garantía de creación de contenidos, la escritura humana (increíble tener que aclarar que la escritura es humana) se convierte en indispensable, ya que se revela con toda su estupidez natural. Deja constancia duradera de la capacidad humana de equivocarse, de fallar, de no poder dar cuenta acabada de una idea, de tomar malas decisiones. Es el bastión del error por sobre una supuesta eficiencia que traería algún tipo de felicidad, siempre instantánea. “Amo al lector que entre líneas espía al juglar”, cantaba Miguel Abuelo (1986). No hay entrelíneas posibles en un texto escrito por un conjunto de procesadores, por muy avanzados que sean. No hay una represión que falle y deje una brecha por la cual el inconsciente del escritor se filtre. Una metáfora no es una imagen ilustrativa que dé cuenta de algo, los psicoanalistas sabemos de eso, y ninguna inteligencia, por muy artificial que sea, puede encontrarse asaltada por una metáfora que emerge desde las profundidades inconscientes. Eso pertenece al terreno de lo humano. Los algoritmos carecen de zonas erógenas, por mucho dinero que inviertan en su desarrollo. La artificialidad de esas inteligencias no trastabilla frente a la hoja en blanco, solo recopila datos y los vuelca en una pantalla. Mientras que lo creativo implica hacer algo con la terquedad pulsional, algo que no puede hacerse, y por lo tanto insiste en más escritura. Y eso la hace absolutamente individual, a pesar de los múltiples atravesamientos que habitan al escritor. En ese sentido es siempre inédita. Cada escritura operando como un intento fallido de dar cauce a la neurosis, a diferencia de la gratificación instantánea de la repetición compulsiva que proponen los entornos digitales.
Como plantea Lacan (1976), Joyce ha provocado una inmensa cantidad de literatura. No se trata de lo que el escritor escribe, sino de lo que con su escritura provoca. Y eso es una incógnita idevelable (neologismo que me permite la escritura y que una máquina no se permitiría). Solo sabe que potencialmente provocará algo a alguien, debiendo conformarse con todo lo que eso implica. Y esa es su mayor contribución a la transmisión: el abrir líneas de fuga en el cuerpo social, ya que […] toda tentativa capitalista consiste en reinventar territorialidades artificiales para inscribir a las personas, para volver vagamente a recodificarlas” (Deleuze, 2005, p. 30) Y la tecnología digital es hoy una de las herramientas privilegiadas de la recodificación de flujos, que recluyen en la gratificación inmediata a través de más de lo mismo, a pesar de sus diferentes envases. Quizás por eso tanto dinero invertido en tecnologías que reemplacen al escritor, y conviertan al lector en un contemplador de datos algorítmicamente seleccionados. Sostenerlo así atado a premisas relacionadas con quien ser, qué hacer, y qué querer, al modo de totalidades garantes de un bienestar ilusorio. Frente a lo cual es necesario componer, enfrentándose a las decisiones sobre qué bloquear, qué cortar, qué anexar, y cómo hacerlo (Deleuze, 2005). Elementos centrales en la tarea de escribir.
A lo largo de la historia, la escritura ha jugado un rol de importancia fundamental en el desafío de los discursos dominantes, estableciendo narrativas contrahegemónicas que den lugar a diferentes versiones de la realidad. Lo que la convierte en un dispositivo de fundamental importancia en tiempos de manipulación y distorsión de la información. No solo se trata de trascender la fugacidad del presente, sino de dar cuenta de este, a fin de resguardar una memoria que desmienta futuras distorsiones posibles, o intentos de negar mañana hechos del presente. Y allí estará, esperando generar su efecto. Un estímulo que desencadenara sus efectos cuando se topara con el receptor adecuado. Porque como bien planteó Cortázar (2009, p.191): “Un escritor de verdad es aquel que tiende el arco a fondo mientras escribe, y después lo cuelga de un clavo y se va a tomar vino con los amigos. La flecha ya anda por el aire, y se clavará o no se clavará en el blanco; sólo los imbéciles pueden pretender modificar su trayectoria o correr tras ella para darle empujoncitos suplementarios con vistas a la eternidad y a las ediciones internacionales”.