NÚMERO 31 | Mayo 2025

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La Escritura. Un testimonio experiencial comunicable | Daniel Waisbrot

En el presente trabajo podemos encontrar cómo la lectura puede ser una experiencia transformadora para el lector,como lo fue para Sigmund Freud leer los versos de Goethe. Asimismo, el autor nos lleva en un delicado y profundo desarrollo del recorrido que, tanto él como otros autores que aquí podemos encontrar, hacen de la escritura una transmisión, encontrando las palabras para transformar en belleza poética el horror de experiencias traumáticas.

I

El verano vienés se tornaba agradablemente caluroso. Las clases de la escuela secundaria, el Sperl Gymnasium, habían terminado y el joven Segismund egresó con todos los honores. Summa cum laude habían dicho y la familia Freud estaba orgullosa. 

En ese examen, había obtenido un “distinguido” en la traducción del griego al alemán. Eran treinta y tres versos de Edipo Rey, nada menos. Recordemos que en ese momento, Segismund Freud tenía diecisiete años recién cumplidos. 

Ya desde los ocho venía leyendo los clásicos alemanes y, sobre todo, la obra de Shakespeare. El examinador le dijo que tenía un estilo personal y distinto de escritura. Sonriendo orgulloso le escribió a un amigo un presagio de lo que vendría: “Tu no sabías que estabas manteniendo correspondencia con un estilista de la lengua alemana”, y agregó, finalizando: “Te convendría conservar las cartas cuidadosamente… ¡quién sabe”. (Jones, E. 1976).

Pero el problema era que había que decidir cómo continuar, qué seguir estudiando. La Universidad lo esperaba y el joven Segismund no sabía bien qué hacer. Por un lado, un judío de la época debía inclinarse por los estudios de comercio o industria, pero eso estaba muy lejos de sus intereses. Entonces había que decidirse entre jurisprudencia y medicina, nada demasiado atractivo para él, un lector compulsivo que no hallaba límite para su afición.

Su entrega a la lectura y la relación con su padre a través de ella venía desde su más tierna infancia. Fue don Jakob quién desde los seis años introdujo al pequeño Segismund en la lectura de la Biblia y fue también él quien ya moribundo le regaló el ejemplar de su propio libro. En ese momento lo hizo escribiéndole: “Yo diría que el espíritu de Dios te habló así: Lee mi Libro; en él verás abrirse para ti fuentes de conocimiento y de inteligencia”. Cuando murió el padre, Freud estaba cumpliendo cuarenta años, y su obra grandiosa todavía no había sido escrita. Faltaban todavía un par de años para que “La interpretación de los sueños” diera a luz.

Pero volvamos al final del secundario. En aquel momento sucedió un hecho extraño en su vida, pero que marcaba el tenor de las dificultades para decidir sobre sus estudios y la relación con su padre. Segismund no paraba de comprar libros, quizás buscando allí la respuesta que no encontraba. Y fueron tantos, que un buen día ya no pudo pagarlos. 

Tuvo entonces que hacer saber al padre el problema en el que se encontraba. Había contraído una deuda difícil de pagar. Esa situación lo llevó a un encontronazo con su padre, situación muy poco frecuente. En ese contexto, Jacob llamó a una reunión del “consejo de familia”, una institución creada por él mismo que se reunía a veces para analizar los asuntos familiares difíciles. Jacob no era un hombre severo, pero como buen patriarca judío exigía respeto. Finalmente, el problema se resolvió, la cosa no pasó a mayores, y Freud recibió una reprimenda y no mucho más que eso. 

Unos días más tarde, el padre pronunció una frase en la que dejaba ver su orgullo y a la vez, su límite: “En un dedo del pie de mi hijo Segismund hay más inteligencia que en mi cabeza. Sin embargo, él no se atrevería a contradecirme”. (Jones, E. 1976). El pasaje de Segismund a Sigmund se veía venir y fue finalmente concretado a la edad de 21 años.  El antisemitismo parecía ser su causa. Sigmund sonaba más alemán.

Pero entre esos libros, al compás de la deuda contraída, al calor del conflicto con el padre, Freud se encontró con uno de esos libros que marcarían su destino para siempre. Era el “Ensayo sobre la Naturaleza” de Goethe. En aquel entonces, las teorías de Darwin lo conmovían por las esperanzas que ofrecían de un extraordinario progreso en la comprensión del mundo, pero -decíamos- fue el “Ensayo sobre la Naturaleza” de Goethe, lo que lo decidió a inscribirse en Medicina. Era lo más cercano que la cultura de la época le ofrecía para pensar sobre los enigmas de la existencia humana.

Ahora bien, ¿por qué ese texto lo habrá impactado tanto? ¿Qué de él se hizo propio en su decisión del rumbo? Veamos.

El texto de Goethe era revolucionario. Se oponía a la ciencia empírica y experimental de la época porque esta dejaba afuera “la conexión entre los sucesos y las condiciones subjetivas de su observación”. El interés de Goethe era pensar la ciencia desde el espíritu del arte. “Goethe postuló una unidad entre ciencia y poesía. Decía: “El científico debería establecer un determinado tipo de relación comunicativa con la Naturaleza considerándola como un todo vivo y no como una máquina.” Hay una negativa a separar al observador del sujeto de la experiencia mundana.” (Gambazzi, S, 1997)

Este es el texto que impactó en Freud a sus 17 años y lo decidió a estudiar Medicina. Y si lo rescato es justamente para comprender cómo un libro puede ser una experiencia de transformación para su lector.

La literatura tiene muchas veces  ese poder de marcar o decidir rumbos en las vidas de sus lectores. Casi cincuenta años después de aquel impacto que lo llevó a estudiar, Freud, ya un hombre de 67 años recibió, justamente, el prestigioso Premio Goethe, otorgado a una “personalidad que se haya destacado por su obra y cuya influencia creadora sea digna del homenaje tributado a la memoria de Goethe”, único galardón con el que fue premiado. Freud psicoanalista, Freud literato. Freud escritor. Al recibir el premio, el Maestro estaba enfermo y escribió una alocución que fue leída por su hija Anna. Allí evocó un verso del poeta alemán que dice: 

Lo no sabido por los hombres,

O aquello en lo que no repararon

Vaga en la noche

Por el laberinto del pecho.

Freud recibió un libro que le marcó un camino. Atrapó la vivencia de su lectura y lo puso a trabajar. Transformó esa vivencia en experiencia, se apropió subjetivamente del texto, lo amasó, lo metabolizó, lo hízo suyo. Es curioso que el poema elegido para que su hija leyera aluda al sueño, el inicio de su gran obra. El sueño y el pecho, que quizás podría ser el corazón, también el lugar de la angustia o el  del sueño que emerge por las noches, vagando su desconcierto. Y yo creo con Freud y quizás con Goethe, que nosotros escribimos desde el pecho, con una mano en el corazón y a veces, con el corazón en la mano.

II

Ahora bien, si la palabra marca, si un escrito puede abrir a un mundo imaginario infinito, existe un tipo de escritura especial que es el testimonio, donde no se trata solamente de narrar para transformar una vivencia en experiencia, sino que además, existe la necesidad de transmitir, de dar cuenta de lo acontecido. Contar lo que verdaderamente sucedió desde una vida singular. El testimonio  tiene el valor de ser un documento histórico. Lo que sabemos de múltiples genocidios en la historia de la humanidad lo conocimos gracias a los testimonios de los testigos. Y si les otorgamos  categoría de verdad es porque dichos testimonios fueron colectivos, porque son una declaración, más otra,  más otra, y ese conjunto va operando como prueba de verdad. Por supuesto que  cada uno de ellos tiene su valor singular, pero el conjunto lo convierte en vestigios de una historia colectiva. “Ahora los recuerdos de mi reclusión son mucho más vívidos y detallados respecto de cualquier otra cosa acaecida antes o después” decía Primo Levi (1998) acerca de lo vivido en Auschwitz. “Conservo una memoria visual y auditiva de las experiencias de allí que no sé explicar. Por algún motivo que ignoro, me ha pasado algo muy extraño, diría que algo semejante a una preparación inconsciente para testimoniar”.

Recuerdo una frase de mi infancia en relación al testimonio: “Ese estuvo allá”. Cuando mi padre la pronunciaba, a mi madre se le enturbiaba la mirada. En esas ocasiones, un cosquilleo sudoroso recorría mi ser. Solo mucho tiempo después pude identificar esa sensación como cercana al terror.

Un día, ya un poco más grande, me animé a preguntar. “¿Allá dónde?”. Mi padre contestó apesadumbrado, bajando todo lo posible el volumen de su voz: “En Auschwitz”, dijo. Mi madre agachó la cabeza, apretó los ojos turbios, entrelazó las manos y comenzó a  balbucear, casi en silencio, palabras inentendibles. A las personas se les transformaban los rostros cuando decían esa palabra que con solo ser pronunciada, mostraba su herida. Entre el silencio y las palabras, existe una delgada línea que puede hacer visibles ciertos significados y, al mismo tiempo, invisibilizar otros. Cuando Paul Celan escribe “Estábamos muertos y podíamos respirar”, desnuda todo lo ocurrido en Auschwitz con una mezcla exacta de palabras mínimas.  

Ahora bien, me interesa preguntarme cuál es la palabra que designa los hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial con el pueblo judío, dado que un testimonio requiere una nominación.¿Holocausto, Shoah, Auschwitz, Exterminio, Genocidio? ¿Es que acaso hay una, solo una? Existen, alrededor de “la palabra” innumerables escritos de destacados pensadores.  Y la discusión no es menor, ya que lo que se escribe, lo que nomina, transmite, testimonia, produce un tipo de historización determinada, abre algunos canales posibles en esa trasmisión y al mismo tiempo imposibilita otros. La palabra interpela, como cuando decimos “Son 30.000” o “Nunca más”.

Giorgio Agamben (2000)  rechazó fuertemente la palabra “Holocausto”. “El término,hace referencia a un ritual religioso recogido en la Biblia en el que se incineraba una o más ofrendas en honor a Dios. Establecer una conexión aunque sea lejana entre Auschwitz y la entrega total a motivos sagrados y superiores no puede dejar de sonar como una burla. No lo utilizaremos en ninguna ocasión. Quién continúa aplicándolo da prueba de ignorancia o de insensibilidad”.

Desde Yad Vashem, propusieron otra palabra, también bíblica: “Shoa”, que significa “devastación, catástrofe”. Shoa no contiene para Agamben el valor de lo irrisorio.

El problema radica en la irrepresentabilidad de los hechos que se apelmazan en la idea de Holocausto o Shoa. Parecería que hay que crear un eufemismo para nominarlo. No cabe en el interior de ninguna palabra, ni un ápice de lo acontecido. Es legítimo, entonces, que cada uno de nosotros, ubique en algún término, la pluralidad  de sentidos que pretendemos dar a luz. Elección sostenida en miradas, convicciones, o historias familiares. Para mí, esa palabra es Auschwitz.

Entonces, a la hora de narrar lo traumático, a la hora de escribir sobre lo irrepresentable, a la hora de dar testimonio singular de lo acontecido, el horror se encuentra con el límite de lo posible. Si la palabra “Auschwitz” guarda en su núcleo algo de lo irrepresentable, si convoca al terror, si conmueve los cuerpos, podemos decir que aluden a lo “abyecto”. En su etimología, lo abyecto es aquello que queremos lanzar o arrojar bien lejos de nosotros, lo que consideramos como no-yo, como no humano, a pesar de serlo.

Podemos comprenderlo si lo vinculamos con la corporalidad. En la antigüedad, los amos disponían de  los cuerpos de los esclavos, de su vida o de su muerte. El terrorismo de Estado también dispuso de los cuerpos de aquellos que no compartían el ideario fascista de la dictadura. Las violaciones sexuales, los acosos y femicidios dan cuenta de cómo el patriarcado dispone de los cuerpos de las mujeres. Judith Butler (2010) observa allí, la presencia de lo abyecto. “Cuerpos abyectos”, dirá la autora, versus los “cuerpos que importan”. 

Julia Kristeva (1980) plantea que en la conformación subjetiva, lo abyecto es aquel objeto arrojado, expulsado de sí. Eso que se expulsa, pasa a ser “lo otro”. Se arroja fuera de si los residuos de comida, los excrementos, la diferencia, todo aquello que, al constituirse como “lo otro”, define los límites de la identidad.  

Para ella “el cadáver es el colmo de la abyección”. En Auschwitz no se moría, decía H. Arendt  (1963) sino que se producían cadáveres. La Alemania Nazi inventó un modelo de Estado que hizo de la abyección la regla y no la excepción.

Ahora bien, lo traumático no se encuentra fácilmente con el lenguaje. La devastación física y psíquica, la imposibilidad de encontrar sentido al dolor extremo, necesita mucho tiempo para lograr ligarse a una palabra que lo circunscriba. Y muchas veces, tampoco alcanza una vida. En un texto anterior me preguntaba: ¿Qué pudieron hacer los escritores, sobrevivientes de los campos? ¿Cómo trataron de rodear lo abyecto y qué efectos fue teniendo esa experiencia en sus propias vidas?  ¿Qué hicieron ellos con esa experiencia? ¿Habrán podido a través de la escritura dominar algo de lo vivido? 

Primo Levi, Jean Améry, Paul Celan, Tadeusz Borowski,  se suicidaron. Cabe una duda en el caso de Primo Levi, entre el suicidio y un accidente trágico.

Pero también están los otros escritores-sobrevivientes, como Jorge Semprum, Ministro de Cultura de España en 1988, o Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz en 1986, o Impre Kertesz, Premio Nobel de Literatura en el año 2002.

Como vemos, contar una experiencia traumática, no da siempre los mismos resultados para la vida del narrador. Todos ellos salieron de los campos muy jóvenes y se hicieron escritores después de Auschwitz. Todos ellos, intentaron encontrar las palabras para transformar en belleza poética el horror.

III

Si el testimonio es un tipo especial de narración que da cuenta de cómo contar el horror que habita tantas vidas, también los analistas -salvando las distancias- necesitamos a través de nuestra escritura dar cuenta de lo acontecido muchas veces en nuestra clínica. Lo hacemos afectados por lo relatado, escribimos desde el impacto subjetivo que nos llevó a elegir ese material y no otro para contar. Desde sus inicios,  los psicoanalistas tuvieron la urgencia de comunicar los testimonios clínicos y sus hallazgos teóricos. Todos ellos escribieron el psicoanálisis y lo hicieron por fuera del relato burocrático, intentando evitar lo obsceno de múltiples escenas, hablando de la sexualidad sin caer en un perfil sensacionalista pero sin callar lo que había que decir. Pero los obstáculos epistemológicos, la producción de un nuevo saber, se mezclaban con los obstáculos epistemofílicos, esos que se encuentran en el interior del sujeto que pugna por conocer.

Situemos a Freud en el centro del ejemplo acerca de esta dialéctica. Mucho se ha dicho –y no pretendo volver a abundar– acerca de su autoanálisis, de la transferencia con Fliess. Pero quiero marcar un hito, alrededor del descubrimiento del complejo de Edipo y del modo en que él lo describe, pero también de cómo lo escribe. Historicemos la escena. El 30 de junio de 1897, Freud le envía una carta a su fiel amigo, que relata el crítico estado de salud de su padre. Algunos meses después, en otra carta, lacónica, le comunica su muerte, ocurrida el 23 de octubre. Sitúo estas dos fechas, en tanto demarcan el inicio de un trabajo de duelo. Y es prácticamente al cumplirse el primer aniversario del suceso, que Freud descubre el complejo de Edipo. El modo en que lo da a conocer es escribiéndole una carta a su fiel amigo Fliess. Es un escrito duro en el que se ve con nitidez cómo solo desde un descubrimiento autobiográfico, Freud accede a un terreno desconocido del saber. Así lo escribe:“Es un buen ejercicio ser completamente sincero con uno mismo. Se me ha ocurrido sólo una idea de interés general. También en mí comprobé el amor por la madre y los celos contra el padre, al punto que los considero ahora como un fenómeno general de la temprana infancia. […] Si es así, se comprende perfectamente el apasionante hechizo del Edipo rey, a pesar de todas las objeciones racionales contra la idea del destino inexorable que el asunto presupone. […] El mito griego retoma una compulsión del destino que todos respetamos porque percibimos su existencia en nosotros mismos. Cada uno de los espectadores fue una vez, en germen y en su fantasía, un Edipo semejante, y ante la realización onírica trasladada aquí a la realidad, todos retrocedemos horrorizados.” (Freud, S. 1897)

“También en mí comprobé” alude a ese juego incesante entre lo epistemofílico y lo epistemológico. En otros términos, entre lo autobiográfico y lo aún por escribir, lo aún por conocer, solo posible a partir del impacto subjetivo de ese hecho. Yo no voy a llevar a una discusión clínica cualquier caso. Voy a llevar aquel cuya escena me impactó subjetivamente. Podría ser que no sepa por dónde, pero si no llegó a pegar en algún lado, no lo llevaría.

Es decir que me voy apropiando de la vivencia transformándola en experiencia. En eso consiste, fundamentalmente, un escrito.Entiendo la escritura como el proceso de apropiación subjetiva de una serie. Hoy, en nuestro país, en tiempos de catástrofe social y destitución subjetiva, en tiempos de violencia y crueldad desatada, en medio de los insultos degradantes, en medio de la guerra declarada a la Salud Mental, a la Universidad, a la Salud pública, en medio de la devastación, quizás poder escribir sobre cómo se juega este horror en nuestra tarea como psicoanalistas, constituya una tregua, un remanso, una pausa. Una apuesta a que la escritura nos permita transmitir algo de ese horror e imaginar nuevos mundos, nos ofrezca la posibilidad de hacer una travesía, pero también y al mismo tiempo, construir un muelle, un puerto, la invitación a un desembarco. 

Bibliografía

Agambean, G.(2000) Lo que queda de Auschwitz Pretextos.

Arendt, H. (1963). Eichmann en Jerusalem. The Viking Press. Nueva York. 

Butler, J. (2010). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del sexo Paidos 

Freud, S.(1976). Carta 71 del 15 de Octubre de 1897“Fragmentos de la correspondencia con Fliess” Buenos Aires. Amorrortu Editores T. I. 

Gambazzi, S. (1997). Reseña de: “Goethe, J.W. Teoría de la naturaleza.” Tecnos 

Jones, E.(1976). Vida y Obra de Sigmund Freud . Horme 

Kristeva, J.(1980) Poderes de la perversión. Editions du Seuil. Paris 

Levi, P. (1998). Entrevistas y conversaciones. Península. Barcelona. 

Waisbrot, D.(2023). Escribir el Psicoanálisis. Vivencia, narración, experiencia” Ed. Conjuntos. 

Acerca del autor

Daniel Waisbrot

Daniel Waisbrot