NÚMERO 29 | Mayo 2024

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La intimidad en Psicoanálisis: Reconstrucción metapsicológica para su aprovechamiento en la clínica | Gimena Abasto y Milagros Müller

La noción de intimidad no es patrimonio originario del vasto universo del psicoanálisis, pero emerge como un terreno fecundo para su aprovechamiento en la clínica. Este artículo se sumerge en la conceptualización de la intimidad dentro del campo psicoanalítico, desentrañando los requisitos metapsicológicos para su constitución. Intentamos rastrear los fundamentos teóricos que sostienen la construcción de la intimidad en el psiquismo, para luego abordar las consecuencias de su eventual fractura, destacando su impacto en la dinámica psíquica y en las relaciones interpersonales.

La intimidad es un concepto multívoco que no encuentra su origen en el campo psicoanalítico, pero aún así resulta fecundo para pensarlo como indicador clínico del modo de funcionamiento psíquico de un sujeto. Decimos que la intimidad aparece como un concepto polisémico, dado que diversos autores lo definen de manera variada. Algunos lo plantean como un estado de comunión con otro/s, sin que eso implique la pérdida de la vivencia de alteridad. Justamente ese aspecto es aquello que la diferencia de la privacidad, ya que esta última remite a algo que sucede con uno mismo, sin otros, mientras que la intimidad no puede pensarse fuera de un espacio relacional entre dos o más personas. En este sentido, otros autores ponen el acento en pensarla como una espacialidad, en tanto “frontera activa entre lo individual y lo intersubjetivo como una superficie de interfaces donde se habilitan intercambios y procesos que afectan tanto las configuraciones del mundo interno como el mundo de las influencias y fenómenos intersubjetivos” (Dryzun, 2017, p.2). En este sentido, Bollas (1994) lo plantea como un espacio intermedio poniendo el foco en la intersubjetividad, donde lo compartido crea un espacio común de interacción que puede estrecharse como expandirse en virtud de sus intercambios, proponiendo una oportunidad de salida de lo aislado y de acceso a vivencias de amplitud. Hugo Bleichmar (1999) la define como el sentimiento de unión que surge “en el seno de una diferencia percibida, unión que produce tanto más placer porque no anula la diferencia: somos diferentes pero sentimos, pensamos igual” (p.2). Aquí el acento está puesto sobre el registro de la diferencia con un otro y el placer que se produce en ese encuentro en la medida en que se comparte algo en común. 

Ahora bien, ¿cuáles prerrequisitos deben producirse para que surja este placer de la experiencia compartida? Cuando decimos experiencia compartida necesariamente pensamos, al menos, en dos subjetividades constituidas como tales; en la diferenciación de yo/no-yo, es decir, que para que exista la percepción de una diferencia tiene que haberse constituido el Yo como masa ideativa representacional que de cuenta de quién es el sujeto por oposición a otros yoes. Podemos rastrear la explicación de este proceso en la obra freudiana tomando el texto Introducción del narcisismo (1914), donde se define al narcisismo primario como la primera investidura libidinal del Yo que se produce como resultado de una nueva acción psíquica que se le agrega al autoerotismo, la cual podemos pensar que remite al establecimiento de la represión originaria. En este sentido, la introducción del narcisismo en la vida psíquica junto con el clivaje tópico producido por la acción de la represión primordial resultan premisas necesarias y fundamentales para el funcionamiento de sistemas diferenciados —un Yo por oposición al Icc y al mundo exterior y, por lo tanto, para la constitución de un enigma, tanto en relación al propio Icc, como en relación al otro con quien se vincula. 

Siguiendo el modelo metapsicológico de Silvia Bleichmar, podemos ubicar que las fallas en la operatoria de la represión originaria para clivar el aparato y propiciar el funcionamiento de sistemas diferenciados, junto con las fallas en la constitución del Yo como instancia anclada en una propuesta identificatoria, no permiten la incorporación de algo en lo que se reconoce como diferente de los demás. Por lo tanto, no se constituye el primado del proceso secundario donde rige la lógica de negación y oposición por la cual el Yo es esto y no lo otro. En esto último radica la puesta en marcha del enigma, en la cual el Yo comienza a interesarse por comprender y abarcar lo extraño. Si el Icc no deviene extraño, no se constituye el interés por conocer el mundo y tampoco teorías que permitan cercar esa extrañeza. Lo mismo sucede en relación a la presencia de un otro, ya que si el Yo no está anclado en una propuesta identificatoria que lo diferencie, no se va a motorizar el interés por conocer a ese otro y, mucho menos, el placer por compartir aspectos en común. 

En este sentido, siguiendo los aportes de Winnicott en Realidad y juego (1979), propone que los objetos y fenómenos transicionales pueden pensarse como prerrequisito metapsicológico fundamental para la conquista del sentimiento de intimidad. Recordemos que por fenómenos u objetos transicionales entendemos “aquella zona intermedia de experiencia entre el pulgar y el osito, entre el erotismo oral y la verdadera relación de objeto, entre la actividad creadora primaria y la proyección de lo que ya se ha introyectado, entre el desconocimiento primario de la deuda y el reconocimiento de esta (“Dí Ta”) (Winnicott, 1979, p.18)”. Por lo tanto, este concepto alude al momento previo de la instalación de la diferenciación Yo – no Yo – objeto, constituyendo un espacio intermedio donde introduce que el objeto transicional constituye la primera posición de no-yo, con esta idea de que “es mío, pero simultáneamente es no-yo”, con lo cual reúne la paradoja de ser un objeto simultáneamente subjetivo y objetivo, simultáneamente “mío pero ajeno”. Por lo que el niño despliega una suerte de dominio respecto de este objeto, el cual tiene la particularidad de reproducir algo del enlace con el objeto. Por ello el objeto transicional está provisto de una serie de características, las cuales se esperan de la relación de objeto: es un objeto suave, mullido, que no es destructible en el sentido que debe ser capaz de soportar los impulsos agresivos del niño sin deformarse o destruirse, debe emanar una suerte de impresión de temperatura, debe ser un objeto cálido. Entonces este objeto es el primer precursor de un objeto bueno, de un objeto interior acompañante, de un objeto interior que aún proviniendo del mundo, pasa a ser un objeto psíquico. Es un objeto interior que constituye el primer esbozo de simbolización humana y que a su vez constituye la base de lo que serán los objetos buenos acompañantes, es más, ese objeto cumple una función protectora al punto tal de que el niño lo utiliza y lo demanda cuando está solo, cuando no está el objeto cuidador y requiere su presencia. Esta propuesta resulta muy interesante para pensar el orígen el sentimiento de soledad como aquel sentimiento de desvalimiento intrapsíquico producto de la ausencia de objetos internos buenos acompañantes, el cual desarrollaremos en relación a su vinculación con la fractura del sentimiento de intimidad. 

Volviendo a los requisitos metapsicológicos del sentimiento de intimidad, podemos decir que sería erróneo hablar de su presencia antes de la instalación de la represión originaria y de la representación del Yo por oposición y diferencia al no-Yo, otros yoes y los objetos del mundo exterior. Como plantea Bleichmar (1999): 

“El sentimiento de intimidad surge en relación a un otro al que se reconoce como separado del sujeto —existiendo en la realidad— en el momento que manteniéndose ese sentimiento de diferencia, simultáneamente, se vive como que se comparte algo importante de la mente del otro, sean sus sentimientos, sus ideas, sus intereses y se le hacen vivir los propios. Es el sentimiento de unión en el seno de una diferencia percibida, unión que produce tanto más placer porque no anula la diferencia: somos diferentes pero sentimos, pensamos, igual. Uno existe para la mente del otro y el otro en la de uno, y se siente que ambas mentes tienen algo importante en común. Es la tensión entre separación y unión la que posibilita el placer de la intimidad”. 

En esta dirección es interesante el estatuto que le otorga Hugo Bleichmar a la intimidad, ubicándola como un sentimiento. Freud (1920-1923) en los escritos que se pueden rastrear en el segundo ordenamiento metapsicológico describe al Yo como aquella instancia psíquica que se caracteriza por ser el único almácigo de la angustia, es decir el único capaz de cualificarla y sentirla. Por esto es la instancia psíquica cuyo núcleo es la función de la percepción y la particularidad de los sentimientos es justamente esa: no pueden ser sentidos si no son percibidos. Por lo tanto, es imposible pensar el sentimiento de intimidad sin hacer alusión a la constitución del Yo y su robustecimiento. 

Ahora bien, ¿qué sucede cuando se fractura el sentimiento de intimidad?. Para aproximarnos a una respuesta, y utilizando el método de definir un concepto contrastándolo con otros similares, diferenciamos el sentimiento de intimidad de otros tipos de afectos. En la Conferencia 25, Freud (1917) parte de la observación clínica de las neurosis, es decir, de un sujeto ya constituido; y define la angustia como un afecto no ligado, siendo el modo en el que el Yo cualifica el carácter desligante de la suma de excitación que lo amenaza. En sentido dinámico, un afecto incluye determinadas inervaciones motrices o de descarga, y “ciertas sensaciones, que son, además, de dos clases: las percepciones de las acciones motrices ocurridas, y las sensaciones directas de placer y displacer que prestan al afecto, como se dice, su tono dominante” (p. 360). La angustia, entonces, es un afecto de carácter displacentero, articulado a ciertas inervaciones motrices y sus impresiones sensoriales, y además, se caracteriza por carecer de objeto. El miedo, por otro lado, dirige su atención al objeto, por lo tanto, el Yo puede desplegar mecanismos de evitación o de huída para defenderse. La tristeza, tomando la definición de Hugo Bleichmar (2008) “es un abanico de estados en que el dolor psíquico se desencadena por la significación que una situación determinada tiene para el sujeto. Y si la significación está de por medio es porque en la tristeza, obviamente, el afecto está enlazado a un determinado tipo de ideas, constituyéndose así una estructura cognitiva-afectiva” (p. 15). Para este autor las ideas giran en torno a la pérdida de un objeto, y tal vez éste es el punto en donde se puede articular al sentimiento de extrañar. Este último deviene del anhelo de la presencia del otro, justamente aparece ante la ausencia física del otro, y en este punto conviene distinguir entre el sentimiento de extrañar al otro cuando se está en soledad y el sentimiento de desencuentro producido por la pérdida de la intimidad a raíz de estar físicamente en el mismo lugar pero psíquicamente alejados. Esto último tiene que ver con la pérdida de un lugar privilegiado en la mente de la otra persona, sufrimiento que se acentúa con el anhelo de intimidad con el objeto que no encuentra manera de provocar una resonancia en el otro. En el primero de los casos, “se le puede extrañar pero no se produce el sufrimiento tantálico de que está físicamente presente pero en otro lugar psicológico, de que el sujeto no ocupa el lugar deseado en la mente del otro y, sobre todo, que no le puede llegar con sus sentimientos, con sus pensamientos, para provocar en él/ella la resonancia que posibilite la vivencia de estar juntos, de intimidad” (Bleichmar, 1999). Retazos clínicos que ilustran este sentimiento orbitan en las frases “la siento distante”, “siento que está en otra” o “es como si yo hablara castellano y él chino mandarín”. Explorando con un paciente su persistente sensación de soledad, lo asocia con el hecho de que su pareja tenga un mejor amigo diciendo: “Hay chistes internos que comparten entre ellos que no comparte conmigo y en los que yo quedo afuera”. Otro paciente comparte: “Cuando nacieron mis hermanas perdí toda intimidad con mi papá, como que de golpe dejamos de compartir cosas, dejó de dedicarme tiempo y desde ese momento no puedo encontrar un lugar en su vida”. Esta clase de desencuentros, que dan cuenta de las fracturas en el sentimiento de intimidad, se encuentran emparejados con el llamado sentimiento de soledad. No estamos hablando de la angustia, el miedo o la tristeza, sino de aquello que Klein (1963) en su artículo Sobre el sentimiento de soledad describe con brillante agudeza técnica como “la sensación de estar solo sean cuales fueren las circunstancias externas, de sentirse solo incluso cuando se está rodeado de amigos o se recibe afecto. Este estado de soledad interna es producto del anhelo omnipresente de un inalcanzable estado interno perfecto” (p. 306). Desde esta perspectiva, más allá de la coincidencia o no con la teoría kleiniana, destacamos la descripción del sentimiento de soledad generado por la ausencia de inscripción de objetos buenos acompañantes que resguarden al sujeto; propuesta recuperada por Winnicott para desarrollar el concepto de objeto transicional y su valor en la constitución de la tópica psíquica. Según Bleichmar (2016), Klein ubica a la soledad como “un modo de ausencia en la relación con el objeto y de ataque al objeto, que produce un enorme vacío interior y desolación” (p. 104). 

Reflexionando en torno al clima de época, y en relación al momento socio-histórico actual, es relevante explorar otra modalidad de conquista del sentimiento de intimidad, según la perspectiva de Hugo Bleichmar (1999). Esta se manifiesta en ciertos movimientos políticos, religiosos o en determinadas comunidades ideológicas donde aquello que se realza es el sentimiento de unión a partir del compartir ideas. Sin embargo, surge la pregunta sobre el lugar que se le otorga al reconocimiento y aceptación de la alteridad en este contexto. Se plantea que líderes y seguidores de tales movimientos pueden sentir una unidad y compartir un sentimiento de intimidad, pero este vínculo se ve amenazado por cualquier diferencia afectiva o intelectual. Estos fenómenos nos recuerdan lo planteado por Freud en Psicología de las masas y análisis del Yo (1921) donde compara el enamoramiento y la hipnosis con el funcionamiento de una masa, donde el líder no logra desarrollar las propiedades individuales, sino que la masa se forma a partir de individuos que identifican al mismo objeto como Ideal del yo, es decir, la masa consiste en una multitud de individuos que han puesto al mismo objeto en el lugar de Ideal del yo, a consecuencia de lo cual se han identificado entre sí por compartir ese ideal. Aquí, el Yo de los individuos de la masa está humillado, carente de su propia capacidad reflexiva y tomado por la obediencia que dispensa hacia el objeto ubicado en el lugar de Ideal del yo. Por lo tanto, el sentimiento de unidad está dado por compartir una comunidad afectiva basada en la identificación histérica o al síntoma (Freud, 1921), a través de la cual se busca la conquista del sentimiento de intimidad, ya que la misma halla su núcleo en el placer de lo compartido. 

Esta línea de pensamiento nos invita a considerar nuestra comunidad científica, especialmente en esos encuentros entre profesionales donde se experimenta un sentimiento de intimidad al compartir ideas de manera similar. Bleichmar (1999) diría que en las comunidades ideológicas se brinda el sentimiento de comunión “al compartir el credo pero molestándoles que el otro le proponga cualquier intercambio afectivo o una actividad desvinculada de la concordancia ideológica”. Es crucial estar alerta al riesgo de caer en la histerización del sentimiento y en la exageración del “estar con” en detrimento de la rigurosidad científica que nuestra práctica requiere. Por ejemplo, podemos considerar la falacia argumento ad verecundiam, donde muchos analistas han caído al respaldar la veracidad de un argumento basándose únicamente en la autoridad del autor citado, utilizando el razonamiento “porque el maestro lo dijo”. Este tipo de pensamiento no solo carece de rigor científico, sino que también puede inhibir el pensamiento crítico y rechazar otras líneas de pensamiento e incluso a colegas que se desvíen del dogma establecido. ¿Podría esto considerarse una verdadera resistencia dentro de la comunidad científica? 

A lo largo de estas reflexiones, hemos intentado abordar la noción de intimidad dentro del campo psicoanalítico, delineando definiciones, explorando los requisitos metapsicológicos para su establecimiento, así como los efectos de su fractura. Podemos concluir que el sentimiento de intimidad es fundamental para nuestra práctica clínica; no solo es necesario para la analizabilidad de un paciente, sino que su presencia en el consultorio es condición indispensable para iniciar y sostener un tratamiento. Recordemos que establecer la transferencia es el primer objetivo terapéutico, y en este sentido, el sentimiento de intimidad puede servir como un indicador técnico. Ahora bien, si el establecimiento de la intimidad motoriza un análisis, ¿cuáles podrían ser los efectos de la ruptura de la intimidad? Del lado del analista, además de su fantasmática, ¿en qué medida contribuye la formación teórica para fomentar u obstaculizar la intimidad? Si el sentimiento de intimidad implica la sensación de estar en la mente del otro, ¿cómo percibe al paciente la mente de un analista freudiano, lacaniano, kleiniano o bleichmariano?, ¿sobre qué materialidad se apoya el sentimiento de intimidad?, y en este sentido, ¿el sentimiento de intimidad varía en los análisis presenciales o virtuales? ¿Cómo se sostiene la transferencia en el entorno virtual? Estas preguntas, aún sin respuestas definitivas, señalan que la intimidad es un terreno fértil pero aun insuficientemente explorado en nuestra disciplina. Sin embargo, tenemos una certeza reconfortante: la intimidad garantiza nuestra existencia y nuestra práctica; existimos en la mente de otros y otros existen en la nuestra, incluso en medio de tensiones y fracturas, nos encontramos en la alteridad, y esto nos impulsa hacia una mayor complejización psíquica, hacia un mayor progreso intra e intersubjetivo, clínico y, también, científico. 

Bibliografía

Bleichmar, H. (1999). Del apego al deseo de intimidad: las angustias del desencuentro. Revista Aperturas Psicoanalíticas N° 2. Recuperado de https://www.aperturas.org/articulo.php?articulo=74

Bleichmar, H. (2008). La depresión: un estudio psicoanalítico. Buenos Aires: Nueva Visión. 

Bleichmar, S. (2016). Vergüenza, culpa, pudor: Relaciones entre la psicopatología, la ética y la sexualidad. Buenos Aires: Paidós.

Dryzun, J. (2017). La intimidad como experiencia de lo compartible. Revista Aperturas Psicoanalíticas N° 56. Recuperado de https://www.aperturas.org/articulo.php?articulo=988

Freud, S. (1914). Introducción del narcisismo. Argentina: Amorrortu.

Freud, S. (1921). Psicología de las masas y análisis del yo. Argentina: Amorrortu.

Klein, M. (2009). Envidia y Gratitud. Sobre el sentimiento de soledad (1963). México: Paidós.

Acerca del autor

Gimena Abasto

Gimena Abasto

Milagros Muller

Milagros Muller