¿Podemos pensar la escritura como una manera singular de “hacer texto”? Si escribir supone una operación sobre la lengua y el sentido, ¿de qué manera se articula con la creatividad y la sublimación? Si, como señala Freud (1908), la sublimación constituye uno de los destinos posibles de la pulsión, ¿cómo se articula esta vía con la producción escrita? ¿En qué medida escribir puede ser entendido como un modo de tramitar lo innombrable, de bordear lo traumático, y al mismo tiempo dar forma, crear?
La escritura, entonces, no sólo narra, sino que cifra; no sólo comunica, sino que transmite una experiencia. En esa tensión entre el decir y el silencio, entre la simbolización y el agujero, se juega una política de la memoria. Escribir es intervenir sobre lo vivido, recuperar huellas, restituir sentidos allí donde el olvido o la violencia pretendieron borrar. La escritura se vuelve también acto político, inscribe en el cuerpo social aquello que insiste en retornar, sosteniendo una ética del testimonio, de lo que no debe quedar silenciado.
La escritura no sólo expresa una subjetividad, sino que también porta huellas de un tiempo, marcas del deseo y ecos de lo indecible. ¿Qué se transmite cuando escribimos? ¿Es solo el reflejo de una época o algo que resuena más allá del tiempo, anudando la memoria individual y colectiva? La transmisión no es solo el acto de comunicar saberes o teoría; es también el modo en que se aloja en las narrativas —personales, históricas o ficcionales— que organizan el mundo simbólico, permiten a la vez el despliegue de una lengua errante, hecha de fragmentos, silencios y restos, portadora de una memoria en continuo devenir. En esta línea de pensamiento, Derrida (1968), con su concepto de différance, nos permite interrogar la escritura en su dimensión diferida, como un proceso de significación siempre inacabado. En el encuentro entre escritura y subjetividad, la palabra se despliega en sus múltiples dimensiones, recuperando su función primordial, no se limita a nombrar, produce realidad, activa la imaginación y abre un campo de sensibilidad donde lo simbólico, lo afectivo y lo político se entrelazan en un movimiento constante de creación.
El cruce entre literatura y psicoanálisis ha sido fundamental en la conformación del pensamiento freudiano. Las referencias literarias no solo acompañaron su producción teórica, sino que funcionaron como escenarios privilegiados donde el inconsciente, la repetición y los procesos de transmisión se despliegan en múltiples niveles. Freud no se limitó a leer la literatura clásica: la tomó como matriz de pensamiento, como un campo donde la subjetividad se dramatiza incluso antes de ser conceptualizada.
Edipo Rey y Hamlet no fueron meras ilustraciones de sus conceptos, sino verdaderos núcleos generadores desde los cuales Freud elaboró la estructura edípica, en la que la culpa, la ley y la sanción ocupan un lugar central. En Edipo Rey, el no-saber se convierte en destino, marcando la dimensión trágica del deseo. En Hamlet, el fantasma del padre encarna lo inquietante de un saber no dicho, un mandato del Otro que impone la lógica de la venganza y paraliza la acción. Ambas narrativas, más que representar conflictos individuales, funcionan como matrices simbólicas que condensan dilemas psíquicos universales.
Otros textos literarios también fueron fundamentales en su obra. El delirio y los sueños en la Gradiva de Jensen (1907) permitió a Freud pensar los mecanismos del recuerdo, la desmentida y la formación de síntomas. En Lo ominoso (1919), a partir del cuento El hombre de arena de Hoffmann, explora cómo lo reprimido retorna bajo formas inquietantes. Las lecturas de Dostoievski y Goethe, por su parte, aportaron elementos claves para su teorización de la pulsión de muerte en Más allá del principio del placer (1920). La literatura, en ese cruce, no solo ofrece una anticipación de los problemas que el psicoanálisis desarrollará, sino que se convierte en un dispositivo de transmisión de lo inconsciente, donde el deseo, el conflicto y la finitud humana se tramitan a través de formas estéticas que tocan lo real del sujeto.
Clínica, Escritura y Subjetividad
Explorar estos interrogantes nos conduce a la clínica psicoanalítica, donde narrar la propia historia no es solo un acto de enunciación, sino la puesta en juego de un saber inconsciente que irrumpe y exige ser descifrado. Freud (1937) compara la labor del analista con la del arqueólogo; ambos reconstruyen a partir de fragmentos, pero el primero trabaja con huellas vivas, en constante resignificación. La escritura y el relato en análisis no solo inscriben una memoria subjetiva, sino que participan en la transmisión de sentidos que trascienden lo singular, enlazando generaciones y produciendo efectos en lo cultural. Así, la clínica se vuelve un espacio donde el conocimiento no se transmite de manera unívoca, sino que se reconfigura en cada historia, interpelando los discursos vigentes y las formas en que una época se inscribe en el sujeto. El psicoanálisis freudiano busca la génesis y el significado del sufrimiento, explorando los trayectos del trauma, pulsiones y deseos que enlazan a Eros y Tánatos en la escena polisémica de la singularidad del analizante. La transferencia, como temporalidad diferida, permite que la escritura del inconsciente se despliegue en el habla arribando al espacio clínico para su lectura. El proceso creador en análisis es una odisea; nos confronta con lo inesperado e inasimilable, proyectado en los fragmentos del pasado que el lenguaje intenta capturar. Sexualidad y muerte son vertientes de lo real, heridas persistentes al narcisismo por su sujeción a lo indecible, allí donde la escritura y la palabra buscan una salida sin clausura temporal. Lo traumático se inscribe en el ombligo del sueño, en la discontinuidad entre lo ominoso y la palabra que lo bordea ¿Qué se espera de la interpretación analítica? Una ruptura semántica que toque lo originario, que vuelva familiar lo extraño, que permita metáforas subjetivantes. En este sentido, los sueños pueden pensarse como una forma de escritura, un horizonte representacional donde lo inconsciente se despliegue, permitiendo que huella y memoria dialoguen en la escena onírica. La palabra escrita ya sea poética o analític, interviene sobre los enigmas, produciendo efectos de sentido y verdad sobre el agujero en el saber, buscando atemperar la angustia que la finitud del ser impone.
Narrar para existir: el tiempo y las palabras
La perspectiva feminista y transfeminista nos sitúa en la arena de las políticas discursivas y sexualizadas de las experiencias minorizadas. Por un lado, las mujeres se inscriben en una genealogía que, paradójicamente, las ha invisibilizado; los currículos ocultos dan cuenta del tratamiento desigual entre los géneros. Reconocer su alteridad en la escritura de mujeres y disidencias identitarias implica derribar muros y silencios. En la producción literaria han proliferado voces portadoras de narrativas feministas. En 1929, Virginia Woolf escribió Un cuarto propio, un ensayo donde analiza la realidad social, política y económica de su época desde una perspectiva de género. Desde la osadía de escribir Orlando hasta los pasajes iluminadores de Un cuarto propio, Woolf reivindica la autonomía económica como base para la libertad de quienes no pertenecen a la cofradía masculina. En la escritura como reparación, Tatiana Ţîbuleac, en el libro El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (2019), la escritura se convierte en una forma de elaborar el duelo. La narración del hijo está teñida de violencia y amor, un intento de traducir en palabras una pérdida irreparable. Si el psicoanálisis nos dice que la memoria es una construcción y no una mera reproducción, la literatura refuerza esa idea; escribir es reinterpretar el pasado, buscar una verdad posible en los laberintos vivenciales mediante el uso de la memoria y la evocación por medio del recurso narrativo ficcional en el espacio analítico.
Ahora bien, cuando las mujeres escribimos, sucede algo con la memoria de aquello que no pudo decirse, eso que callamos. Como lo han señalado Hélène Cixous (1995) y Luce Irigaray (1974), la escritura de las mujeres abre una dimensión que desafía la lógica fálica del discurso hegemónico, creando otros modos de decir, sentir y recordar. El género es también una gramática de la transmisión, la herencia no es solo biológica, sino simbólica, es un espacio de resistencia donde cuerpo y palabra toman consistencia. La literatura y el psicoanálisis permiten leer estas marcas, descifrar en las narraciones, los restos de lo silenciado. La memoria femenina, no es lineal ni clausurada, sino fragmentaria, afectiva y siempre en disputa. En El abanico de seda, Lisa See (2005) relata la vida de mujeres en una provincia de China, criadas bajo ideales que les exigían obediencia al padre, al marido y al hijo, en ese orden. En respuesta, crearon un lenguaje secreto para comunicarse entre sí: el Nu Shu. Aisladas y sometidas a la autoridad masculina, el Nu Shu se convirtió en su única vía de escape, un testimonio sofisticado de sororidad y resistencia. Leer a Tununa Mercado, en En estado de memoria (1990), donde explora el exilio y la memoria como un espacio de pérdida y reconstrucción. La autora trabaja el lenguaje como un territorio en disputa, mostrando cómo la experiencia del desarraigo impacta la subjetividad. Así, las pulsiones atraviesan las letras y producen puntos de resistencia y visibilidad, haciéndose presentes en las historias de mujeres escritas por mujeres.
Escritura y poder: la perspectiva jerárquica
El ingenio creador emerge de la ilusión, del vacío, del instante insuficiente entre el sueño y la vigilia, donde se habita “un campo de fronteras móviles” (Feldman, 2018). Como en los sueños, la potencia creadora transforma el abismo humano en realidad simbólica. En este terreno, la escritura de subjetividades travestis irrumpe con fuerza, donde las narrativas autobiográficas, novelas y poesías denuncian el régimen heterocisexual y sus asimetrías patriarcales. Escribir se ha vuelto un acto de rebeldía, un modo de existir, un grito que exige ser escuchado. La transmisión en la escritura no es simplemente la repetición de lo vivido, sino una operación subjetiva en la que se pone en juego la memoria como campo de disputa entre lo traumático, lo reprimido y la inscripción posible de un sentido diferente. En este terreno, la escritura se vuelve un dispositivo privilegiado para articular los restos de lo no dicho y alojar las marcas del sufrimiento en coordenadas simbólicas que permitan cambios subjetivantes. Pero, ¿qué se transmite en la escritura cuando se trata de experiencias marginadas, desautorizadas por los discursos hegemónicos? ¿Cómo se inscribe una época en los cuerpos que cargan con la violencia estructural del régimen heterocispatriarcal?
Camila Sosa Villada irrumpe en el campo literario como una voz que desestabiliza los órdenes simbólicos establecidos, no solo por su estilo sino por el gesto mismo de escribir desde una subjetividad travesti, marcada por la exclusión, el desamor, y la violencia institucional. En Las malas (2019), el amor no llega, y esa ausencia se vuelve herida narrativa:
“Yo también he cruzado errática la ciudad, sin saber qué hacer, adónde esconderme. Porque el amor no llega. La juventud se me escurre entre los dedos y el amor no llega. Sufro por eso. Sufro también por el rechazo. Pero la falta de amor es peor.” (p.112)
Esa carencia funda una poética de la urgencia, donde la escritura se vuelve acto de resistencia y de recuperación de sentido. La transmisión aquí no es sólo de historias, sino de una memoria encarnada, afectiva, que hace de la lengua un campo de batalla. Es un decir sobre un no saber, un atajo, un hiato sobre la verdad.
Como señala Badiou (2021), en tiempos de relaciones amorosas desprovistas de riesgo, la literatura insiste en el dramatismo del amor como un exilio del sujetx frente a la desolación originaria. En esta línea, Tesis sobre una domesticación (2018) de Camila Sosa Villada recupera experiencias donde los cuerpos travestis encarnan esa voracidad y desborde del deseo, marcados por una historia de silenciamientos que hoy exige ser dicha. La autora recupera una voz colectiva que pone en palabras el costo subjetivo de habitar el deseo por fuera de la norma, señalando cómo el cuerpo propio fue, muchas veces, el único recurso para sostener una existencia vivible.
Pero no toda memoria consuela. Hay memorias que punzan, que devuelven al presente lo que no encontró aún elaboración, “la memoria es el afecto más traidor que existe” nos dice en La traición de mi lengua, (2025, p.40). La lengua que nombra puede también traicionar al sujetx, devolverle fragmentos que no se ajustan al relato del yo, mostrar su ajenidad. La transmisión —cuando la lengua porta una herencia no elegida— puede volverse también el espacio de una tensión irresuelta entre el deseo propio y las marcas del discurso recibido. Traicionar la lengua, entonces, puede ser también un gesto de desobediencia y de verdad, de construcción de una voz propia en el intento de decirse fuera del guión heredado, esa misma lengua se revela como afecto traidor, como memoria que no salva, sino que hiere.
Así, la escritura travesti opera como intervención política, pero también como forma de inscripción simbólica de lo innombrable, de lo que quedó fuera de la gramática social. La transmisión no es aquí un legado cerrado, sino una construcción situada que dice algo del tiempo histórico y de la violencia que estructura a ciertos cuerpos. Y al decirlo, permite que ese sufrimiento no quede reducido al puro acto pulsional o a la repetición melancólica, sino que advenga como resto que exige ser nombrado.
La poesía, como el psicoanálisis, privilegia los efectos políticos del lenguaje en el cuerpo libidinal, asumiendo la posibilidad de que la palabra visibilice y nomine existencias. Susy Shock (2011) lo expresa en su poema:
“Yo, reivindico mi derecho a ser un monstruo./Ni varón ni mujer./Ni XXY ni H2O./Yo, monstruo de mi deseo,/carne de cada una de mis pinceladas,/lienzo azul de mi cuerpo, pintora de mi andar./No quiero más títulos que cargar./No quiero más cargos ni casilleros a donde encajar.” (s/n)
Los decires de lo indecible iluminan fantasmas plebeyos; navegan, naufragan y recalan en ficciones inquietantes. Freud abrió paso a lo profano al legitimar los sueños y su interpretación, desafiando los marcos científicos de su tiempo. Se arriesga y nos advierte que nos preparemos para ver fracasar los destinos pulsionales en manos del arte. Las letras, en su fuga, siempre escapan a la muerte.
Entre la memoria y la creación, la escritura se desliza en los pliegues del poder. No sólo da testimonio; inscribe deseos, configura subjetividades, subvierte los órdenes normativos y rompe lo instituido. En ese cruce, la escritura de mujeres y disidencias no se limita a quebrar el relato hegemónico; interroga la historia desde la carne del lenguaje, haciendo del síntoma un trazo legible. Si el inconsciente está estructurado como un lenguaje, como señala Lacan, entonces escribir es también un modo de reinscribir lo reprimido, de fracturar la repetición. Las narrativas minorizadas disputan el derecho a existir y también producen nuevas formas de transmisión y subjetivación. La letra, lejos de fijar un sentido, abre un campo de interpretación donde memoria y deseo se encuentran. Allí donde lo simbólico vacila, la escritura insiste, una huella que no clausura, un acto que al desplegarse da existencia.