Emboscado en mi escritura
cantas en mi poema.
Rehén de tu dulce voz
petrificada en mi memoria.
Pájaro asido a su fuga.
Aire tatuado por un ausente.
Reloj que late conmigo
para que nunca despierte.
“Tu voz” Alejandra Pizarnik
El mundo es un llamado desnudo,
una voz y no un nombre,
una voz con su propio eco a cuestas.
“Desbautizar el mundo” Roberto Juarroz
Solemos referirnos a las inscripciones psíquicas en términos de una escritura. Una escritura hecha de significantes que anidan en huellas las que se van asociando entre sí tejiendo una matriz subjetiva.
De todos los orígenes que podemos rastrear de la escritura en la historia humana hay una que apunta a lo que designa el mismo término en su etimología. La palabra “escribir” proviene del latín scribere, que a su vez deriva de una raíz indoeuropea skribh- relacionada con la acción de arañar, raspar o hacer incisiones, que da cuenta quizás del carácter de onomatopeya del término. Originalmente se refería a grabar signos o letras en diversos materiales como madera, piedra o barro. Nótese que es tan importante en el acto de inscribir tanto el objeto que puntea como la superficie que es susceptible de recibir esa incisión. De ahí que podamos suponer que esa planicie en la que actúa el escribiente funge a la manera de un buen receptor, una materia dispuesta a dejarse grabar y más adelante borrar y volver a grabar.
Pero el grabar al borrarse luego no dejaba registro de memoria que resultase la confianza en que aquella manifestación exterior pudiera amarrar a un soporte que la alojara. De ahí que para Freud fue siempre importante explicarse lo que sucedía con el registro mnémico de lo percibido. Cuando surgió en el mercado la pizarra mágica obtuvo un modelo para explicarse por analogía cómo se produce la inscripción en el psiquismo y la conservación de esa marca. Nos dice:
La superficie que conserva el registro de los signos, pizarra u hoja de papel, se convierte por así decir en una porción materializada del aparato mnémico que de ordinario llevo invisible. (FREUD, S. – 1925 – pág. 243)
Al respecto agrega Rosaura Martinez Ruiz que
“La ficción neurológica que diseña Freud en el Proyecto de psicología de 1895, el modelo de escritura que propone tan sólo un año después en la Carta 52 (6/12/1896) y la posibilidad que ilustra la pizarra mágica de capacidad infinita de impresión muestran el aparato psíquico como una máquina de escritura en la que lo escrito nunca es definitivo, sino que se encuentra en un proceso permanente de cambio.” (pág. 75)
Percepción y memoria. Escritura y reescritura. Martinez Ruiz apunta a que podamos considerar al psicoanálisis como una clínica que “es una reescrituración del tejido de huellas mnémicas […] “Este trabajo de pensamiento que el encuadre analítico promueve muestra que la historia no ha sido escrita de manera definitiva y que está en constante reescritura.” Y que “esta apertura a otros porvenires es la apertura a lo que Derrida llama el acontecimiento” (Martinez Ruiz, R. 2012, pág. 76)².
La escritura, entonces, no es solo técnica o estética. Es una forma de subjetivación y de cuidado, una vía de elaboración, pero también un acto político. Como bien sostiene Walter Benjamin en sus Tesis sobre la historia, toda transmisión que se pretenda fiel al sufrimiento de los vencidos debe interrumpir la lógica lineal del progreso, y devolverles a los acontecimientos su densidad trágica y su potencia transformadora.
“Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘como verdaderamente ha sido’. Significa adueñarse de un recuerdo tal como relumbra en un instante de peligro.” (Benjamin, W. Tesis VI-1940)
Esta perspectiva benjaminiana encuentra resonancia en nuestra praxis clínica y comunitaria donde muchas veces la memoria aparece no como archivo, sino como clamor, como síntoma, como aquello que no encuentra su lugar en los relatos oficiales. De ahí que la escritura, tanto en el trabajo clínico como en el trabajo colectivo, se vuelva una herramienta de restauración simbólica, de reconfiguración del sentido, de inscripción de lo que fue silenciado.
Silvia Bleichmar lo planteaba con gran lucidez cuando afirmaba que uno de los objetivos fundamentales del trabajo clínico es permitir que el sujeto se apropie de su historia desde un lugar activo, aun cuando esa historia esté marcada por el trauma. La escritura, en ese marco, funciona como una operación simbólica que permite pasar del sufrimiento mudo al dolor articulado, de la repetición al relato, de lo pasivo a lo activo.
Hasta aquí podemos quedar conformes pero el problema que se nos presenta es que todas las marcas terminan referenciadas en el lenguaje verbal y omiten otros modos de comprenderlas y explicarlas.
De lo escritural a lo sonoro en la musicalidad primordial. De lo simbólico a lo semiótico
Como vemos, en las miradas precedentes se desliza un sesgo hacia lo escritural en desmedro de otras formas de inscripción psíquica no menos importantes, que no podrían incluirse en la categoría de lenguaje verbal. (Kristeva, J. 1969)
Sabido es que Freud era un apasionado lector y prolífico escritor. Sin embargo, no tenía la misma pasión por la música. Y lo cierto es que el aparato psíquico queda de común representado en lo escritural y la fonética ligada a la materialidad significante de las palabras, y muy poco se alude a la musicalidad y otras inscripciones que podemos aseverar de innegable importancia en la constitución psíquica. Al respecto nos dice la musicoterapeuta Alejandra Giacobone que
“desde un principio el lenguaje sonoro está involucrado en los intercambios subjetivantes. Los constituye, los conforma y los contornea. Es materia y envoltura del vínculo temprano.” (Giacobone, A. 2018)
Y agrega su colega Casal Passion que:
“la musicalidad conforma huellas mnémicas, y aquellos modos primordiales y el objeto música que erigieron los procesos identitarios poseen ligados una emoción o recuerdo concomitante” (Casal Passion, 2019).
Para ambas autoras la musicalidad sería “el modo de ser y hacer con otros, descubriendo empíricamente su función corporizante, comunicante, subjetivante y lúdica al conceptualizarla como musicalidad primordial.” (C.P., G, L. 2019)
Podemos afirmar entonces que la musicalidad de la palabra y la cadencia del discurso son “escritura” en el cuerpo erógeno.
La sonoridad que acompaña desde los inicios la crianza nos muestra ese modo de la presencia del otro distinto a lo producido desde la cadena significante provista por el lenguaje.
En el decir de Roland Barthes “hay en el texto un grano, como en la voz, un lugar en que el lenguaje se encuentra con el cuerpo” y lo escrito puede ser leído musicalmente, como si la puntuación, la cadencia y la repetición fueran notas o silencios.
También en el habla, en la expresión poética especialmente, encontramos una musicalidad de ritmos, espacios, tiempos y el juego sonoro de las palabras, cuyo impacto subjetivo excede el sentido propio del texto.
Hay mucho más que lo textual en estos versos de García Lorca en Romance Sonámbulo
“Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.”
O en aquellos de Nicolás Guillén de Sensemayá
“¡Mayombé-bombe-mayombé!
¡Mayombé-bombe-mayombé!”
Por ende, cabe considerar la voz del paciente como parte de la escucha clínica, con sus ritmos, cadencias, silencios, entonaciones, intensidades, frecuencias. Y así mismo los silencios e intervenciones del analista.
De ahí que difiera tanto la sonoridad de una sesión cuando es en presencia, respecto de la producida en la virtualidad, viciada y distorsionada por efectos o defectos electroacústicos.
Tanto la voz como la musicalidad remiten a un tiempo pre-simbólico en el que la inscripción difiere de la que corresponde al lenguaje hablado. La musicalidad y la voz de los padres acompaña el sentido de las palabras otorgándole una significancia no necesariamente ligada a lo textual.
Me decía una madre “Mis palabras intentaban expresar tranquilidad ante la irritación de mi hija, pero me daba cuenta que le transmitían mi tensión y mi angustia”.
Lacan al respecto afirma que:
“La voz no se reduce a ser el vehículo del significante, es objeto en tanto se separa del discurso, objeto que puede angustiar, porque introduce la dimensión del goce” (Lacan, 1962-63/2005, p. 243).
Lo sonoro proveniente del mero golpeteo rítmico de los dedos o el silbido furtivo sin mayor intención de melodía, resultan manifestaciones que, aunque evanescentes, dejan una estela significativa para el sujeto y el otro, aunque porten un aparente sinsentido.
El repiqueteo de sus falanges resonaba en el aula como gesto de impaciencia mientras los alumnos apuraban el despacho del examen. Pasaban los minutos y el volumen de los golpes parecía ir en aumento mientras gotas de transpiración denunciaban inquietud y apremio.
El marido recorría la habitación silbando con indiferencia y desdén ante el malestar de su mujer, fastidiosa por una tardanza inexplicable luego del trabajo. ¡Terminala con ese pito! le gritó sacudiendo el engañoso y encubridor silencio de palabras reinante y con un término que indicaba el verdadero motivo de su fastidio.
En su libro La Revolución del lenguaje poético Kristeva introduce la distinción entre lo semiótico y lo simbólico. Mientras que lo simbólico se refiere al orden de la ley, el lenguaje estructurado y la articulación significante (en línea con la lectura lacaniana del significante), lo semiótico remite a un registro arcaico, pre-simbólico, ligado al cuerpo y a los ritmos pulsionales. (Kristeva, J. 1974)
Kristeva sostiene que la musicalidad de la voz materna —sus cadencias, entonaciones y repeticiones— constituye una experiencia primordial que no transmite significados, sino afectos y modulaciones rítmicas. Estas huellas configuran un “espacio semiótico” que antecede a la estructuración simbólica y que nunca desaparece por completo: retorna en la poesía, en la música y en el arte como una irrupción de lo arcaico en el campo del lenguaje. Según sus palabras:
“El proceso semiótico, ligado al cuerpo materno, se manifiesta en la materialidad rítmica y melódica de la lengua. Se trata de una musicalidad que precede a la significación y que reaparece en la poesía como resonancia de lo arcaico” (Kristeva, 1974, p. 25).
Y en otro de sus textos plantea que:
“los procesos semióticos que introducen lo vago, lo impreciso en el lenguaje son desde un punto de vista sincrónico, marcas de los procesos pulsionales y, desde un punto de vista diacrónico, se remontan a los arcaísmos semióticos del cuerpo (…) en situación de dependencia respecto de la madre”. (Kristeva, 1981:262)
Es pues una concepción más amplia del lenguaje que tiene en cuenta lo que la analista francesa llama la significancia. Mientras la significación se refiere al significado institucionalizado y controlado socialmente, la significancia, como sentido subversivo, nuevo y creativo, va más allá de las convenciones morales y sociales.
Es interesante traer a colación lo propuesto por Dmitry Olshansky acerca de lo que él llama la imagen acústica del cuerpo. Nos dice después de narrar la experiencia con pacientes psicosomáticos:
En algunos casos de pacientes psicosomáticos esto no se consigue, por lo que la voz puede realizar la función de límite. La pulsión invocante se convierte en la base de la identidad unificadora. De este modo se forma la imagen acústica del cuerpo. Vale la pena llamar la atención de los psicoanalistas sobre el objeto-ritmo del cuerpo que no es menos importante: frecuencia cardíaca, pulso arterial, respiración. A esta cáscara rítmica del cuerpo, a esta sustancia sonora (res extensa soni) lo llamo Pielodía. (Olshansky, D. 2025)
El lenguaje gestual, el pictórico (la pintura como lenguaje visible), como el musical no pueden equipararse ni interpretarse del mismo modo que el lenguaje verbal referenciado en la lengua como institución social tanto en su papel en la clínica como en la constitución psíquica.
No pocos analistas y estudiosos han abierto un territorio de exploración ligado a lo preverbal y su inscripción psíquica que merece nuestra atención.
Disponemos además desde esta perspectiva una amplia gama de alternativas terapéuticas relacionadas sobre todo con lo artístico como producción semiótica que también podríamos asociar al jugar del niño. No es casual que Julia Kristeva se refiera a Melanie Klein en alguno de sus trabajos, como quien supo valorizar el sentido reparatorio de lo artístico y dio al juego un lugar central en el análisis de niños. (Kriteva, J. 2000).


