“Las palabras, máscaras de lo irrepresentable, velan al tiempo que desvelan” Luisa Valenzuela (2002. p. 13)
Agradezco a Adriana Cabuli la invitación a esta mesa sobre un tema tan controvertido como es el concepto de “intimidad” y, especialmente, poder debatir sobre su alcance y aplicación clínica desde el marco del Psicoanálisis.
En principio, al revisar este término de uso coloquial, encontré que es un concepto cuyo campo de pertenencia no es sencillo de delimitar.
En la definición del diccionario, así como en su uso común, la intimidad define el carácter de lo que es íntimo. Cualidad que describe un terreno que pertenece al mundo propio: interior, privado, secreto, oculto, profundo, son diferentes modos topológicos de nombrar una ubicación interna; pero también puede aplicarse a cualquier objeto externo que dé cuenta de un trabajo de investidura del yo, instancia que con sus pseudópodos y adherencias trata ciertos objetos del mundo como de su propiedad.
¿Qué determina que algo merezca el atributo de pertenecer a la intimidad?
Poder ubicar que lo íntimo es efecto de un juicio de atribución, como todo adjetivo que se precie, ya nos orienta sobre la complejidad de su entendimiento como interioridad.
Freud, cuando habla de la constitución psíquica del adentro y el afuera ubica un tiempo lógico en el cual el yo, guiado por el principio de placer, opera con un juicio de atribución que antecede al juicio de existencia. El llamado “yo placer purificado” (Freud, 1915, p. 130), que primero atribuye todo lo bueno y satisfactorio como mundo interno y todo lo malo y doloroso como mundo externo. En este tiempo, el yo más íntimo queda intervenido por una intrusión inevitable de aquello placentero del mundo exterior, donde dirá: todo lo bueno es mío y por eso lo amo. En cambio, el mundo externo se contaminará de aquello doloroso e insatisfactorio del yo, y dirá: eso no tiene nada que ver conmigo, no me pertenece ni me representa, es de afuera y por eso lo odio.
Esta lógica plantea un mecanismo de constitución de realidad interna y externa que es contraria al sentido común. Este nos dice que primero comprobamos la existencia de algo, lo conocemos, le atribuimos cualidad y armamos una opinión sobre ese objeto. Pero el padre del psicoanálisis nos rompe la cabeza diciéndonos que en el inicio de la constitución del yo es la cualidad la que antecede a la existencia y que es un juicio de atribución el que habilita que algo exista. Es por eso que lo más propio de uno mismo puede vivirse ajeno y los objetos del mundo pueden formar parte de nuestra intimidad.
Ustedes me dirán que en un segundo tiempo el Principio de realidad, insatisfacción mediante, gracias al poder ordenador de la falta, nos avisa que hay cosas desagradables que nos pertenecen y otras agradables que hay que procurarse en el mundo exterior. Que ahí se reordena qué es íntimo y que no. Qué es propio y qué es ajeno.
Es cierto, pero también sabemos que en el psiquismo freudiano lo que una vez operó de una manera, por más arcaico que sea, sigue vigente e insiste en realizarse de algún modo en el vínculo con el mundo. Que esa perspectiva que atribuye primero una cualidad y le da existencia en la realidad después no caduca con la instalación del Principio de realidad; que el yo, si es interpelado por otra instancia, puede insistir con ese mecanismo por pura conveniencia; que, si precisa desconocer lo más íntimo para resolver un conflicto, cuenta con defensas, y la reserva de fantasías inconscientes, para echar mano al viejo Principio de placer cuando la ocasión lo exija.
Esta posibilidad de recurrir a mecanismos antiguos para sacarse de encima lo íntimo que molesta no implica necesariamente algo patológico. Por ejemplo, en el texto “Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad” Freud dice que los “celos normales” son efecto de lecturas del mundo que “arraigan en lo profundo del inconsciente, retoman las más tempranas mociones de la afectividad infantil que brotan del complejo de Edipo o del complejo de los hermanos del primer período sexual” (1922, p. 127). Así el celoso atribuye mociones propias, íntimas, desconocidas por reprimidas, como algo que viene de afuera. El psicoanálisis descubre que la circunstancia actual, con los personajes implicados en el drama celotípico, funciona como una especie de resto diurno que ha resignificado y reanimado fuerzas inconscientes, por fantasías, impulsos o conflictos del período sexual infantil que activan el Principio de placer, dando existencia como parte del mundo real a propiedades íntimas, vividas como ajenas, en escenarios propicios para su realización.
Así la intimidad puede presentarse en la clínica como lo más expuesto, claro que, desfigurado por la censura, pero sin perder por ello su pertenencia íntima.
Por ejemplo, cuando un analizante habla de otra persona, más o menos cercana, yo me pregunto: ¿cuánto de sí mismo está representado en ese aspecto del otro, para querer traerlo a su análisis? Ya que entre sesión y sesión, es probable que se haya cruzado con varios personajes que pasaron por su vida sin pena ni gloria. ¿Qué resonancia íntima estará en juego en ese relato sobre algo que parece tan ajeno?
Como en el famoso chiste de Cracovia: “¿Adónde viajas”? Pregunta uno. “A Cracovia”, es la respuesta. “¡Pero mira qué mentiroso eres”! -Se encoleriza el otro- “Cuando dices que viajas a Cracovia me quieres hacer creer que viajas a Lemberg. Pero yo sé que realmente viajas a Cracovia. ¿Por qué mientes entonces”? (Freud. 1905, p. 108)
El punto es cómo leer este acertijo en el que lo que se exhibe también puede ocultar. Porque en el marco del psicoanálisis hay una tensión entre la noción de intimidad y la tópica del adentro y el afuera; tensión en la que también intervienen los discursos y representaciones de época, que aportan a qué atribuir el carácter de íntimo y a qué no.
En línea con este punto, importa recordar que la construcción de subjetividad no es un proceso autogestivo. Que lo propio y lo ajeno se constituyen en el intercambio con el Otro de los cuidados y la cultura. Paradojalmente, el psiquismo construye la intimidad en el intercambio con otros, creando un espacio subjetivo que se hilvana con las condiciones culturales que contribuyen a su confección.
Esta idea lleva nuevamente a la famosa frase de Freud del Proyecto de psicología, de que el desvalimiento humano es la fuente primordial de todos los motivos morales (1950/1895, pág. 363). Desvalimiento que impone qué debe ocultarse y qué mostrarse, y a qué amenaza o peligro se expone aquel que transgreda, desmienta o rechace lo que se instituye en la cultura como prohibido o permitido de sus deseos y pulsiones.
Recuerdo de niño, allí por los años sesenta, época de creación de la minifalda, escuchar en la playa a un escandalizado adulto que calificaba de “sinvergüenza” a una mujer que llevaba descubierta su panza embarazada. Un símbolo del acto sexual que, según el crítico, se imponía enmascarar, cosa que solía hacerse con un volado desde el corpiño. En esta situación, cuál es la intimidad en juego, la del observador que por algo de su ser que escandaliza su mirada, atribuye una falta de pudor en una mujer, o la de la madre moderna que exhibe sin tapujos su gloriosa panza. Entiendo que es el encuentro de los actores de la escena, donde incluyo al niño espectador, enmarcado por la subjetividad de la época, que expresa la dimensión social que interviene en la constitución de aquello que se nombra como intimidad. Estos preceptos ¿cómo construyen aquello que merece nominarse intimidad?
En la constitución de subjetividad hay un antes y un después del período de latencia, tiempo lógico y filogenético, propiciatorio para edificar “los poderes anímicos que se presentarán como inhibiciones en el camino de la pulsión sexual y angostarán su curso a la manera de unos diques” (Freud. 1905, p.161).
Estas inhibiciones de la pulsión, por efecto de la represión, se experimentan a nivel consciente con sentimientos de asco, vergüenza, pudor, ideales morales o estéticos, que contribuyen a constituir aquello que en la vida cotidiana recibe el atributo de intimidad: lo privado, lo secreto, lo clandestino, lo reservado, son categorías de esta lectura.
Pero esta operación constituyente crea también otro espacio: una “extraterritorialidad” íntima que, tal como el síntoma, opera como “un cuerpo extraño que alimenta sin cesar fenómenos de estímulo y de reacción dentro del tejido en que está inserto” (Freud. 1926, p. 94). Algo del entramado psíquico se independiza de la organización del yo. Son mociones y representaciones que, dada la ocasión, se pueden hacer presentes como retoños del inconsciente a través de sueños, lapsus, olvidos, síntomas, compulsiones, recreando recuerdos o moldeando el carácter, con formas enigmáticas e incomprensibles para el yo, pues están regidos por leyes del proceso primario y las desfiguraciones de la censura, por lo cual se viven como una irrupción extraña, a pesar de su origen íntimo.
El desafío para el analista es investigar qué situar como intimidad en la clínica; cuándo corresponde a lo epocal y cómo articularla con los preceptos del psicoanálisis, en tanto ciencia del inconsciente, que exige no perder de vista lo singular de cada sujeto, con su historia personal, familiar y colectiva, entrelazada con la influencia cultural.
Preguntas sobre cuándo estamos en la clínica ante una realidad obscena, sin pudor, aquella que indica fallas en la represión y cuándo un relato es un signo de época sobre nuevas representaciones de la intimidad, que condicionan las lecturas subjetivas.
Una niña púber de 13 años se escapa de su casa y recurre a una institución de salud luego de una discusión con su madre que termina a los golpes. La niña exhibía moretones como prueba de la violencia recibida. El pleito, según su versión, se produjo porque la madre le sacó el celular para que fuera a dormir. Cuando llega la madre, desesperada por la desaparición de su hija, dice que la discusión se produjo al encontrar en el celular videos sexuales de la niña que enviaba a un joven desconocido. Acepta que se desbordó, y se arrepiente de su violenta respuesta, pero pide que entiendan su preocupación, su cólera e impotencia ante la exposición “pornográfica” de la hija.
La adolescente expresa su enojo a la madre por su violencia y, con respecto al contenido de su celular alega que es algo de su privacidad. Como si el universo digital organizara la esfera íntima para esta joven con otro orden sobre lo permitido y lo prohibido.
El equipo interdisciplinario actuante evaluaba que había dos problemas: la violencia materna y el riesgo de la niña que se exponía en las redes como objeto sexual.
El analista que interviene en el equipo, sin quitar importancia al riesgo en juego, insiste en preguntar cuál fue el disparador de la situación violenta. La idea era tratar de no quedar atrapado por lo inquietante de la escena y abordar la dinámica histórica vincular.
Luego de un rato, ambas coinciden en que todo comenzó cuando la hija entra a la habitación de la madre a buscar “el cargador” del celular, hace ruido y la despierta.
Un nuevo material surge. Aparece una acción preliminar de la joven, que lleva a despertar a la madre. Como si algo propio la hubiera impulsado a preparar la escena violenta; escena que expone, y vela a la vez, una intimidad desconocida para sí misma.
¿Qué mociones inconscientes la llevan a armar esa escena que empieza despertando a su madre dormida? ¿Acaso es un llamado a su progenitora a intervenir sobre una impulsividad exhibicionista que no logra doblegar? ¿O se tratará de la compulsión a realizar fantasías masoquistas, en pos de procesar conflictos edípicos no resueltos?
Preguntas que apuntan a trabajar otra dimensión de lo íntimo, donde hay un sujeto de la enunciación contenido en el enunciado de la escena, ligado a la insistencia de mociones pulsionales, y deseos prohibidos o rechazados, en conflicto con el yo.
Un trabajo a la manera de como Freud analizó el relato del sueño infantil del Hombre de los lobos, donde la inocente y angustiante figura de un árbol con cinco lobos que lo miran fijamente, lo llevan a develar que, en ese sueño, en el lenguaje del erotismo anal, se realiza el deseo ignorado de ser poseído sexualmente por el padre; al decir de Freud: “con ello la sexualidad ha hallado su expresión suprema y más íntima” (1917, p. 93).
Sobre la intimidad que se juega en la transferencia analítica.
En el texto “¿Pueden los legos ejercer el análisis?”, Freud le explica a un interlocutor imaginario de qué se trata el análisis y por qué se exige al analizante decir lo que se le ocurra sin omitir ninguna idea, por más disparatada o íntima que sea: “Todo ser humano sabe que en su interior hay cosas que sólo comunicaría de muy mala gana, o cuya comunicación considera enteramente excluida. Son sus «intimidades»” (1926, p.176).
Se trata entonces de proponer hablar de un modo particular, la llamada asociación libre, que tiene el objetivo de dar a luz “intimidades” que no se limitan a los secretos o vergüenzas que pueden aparecer en una charla íntima o en un relato de confesionario; el dispositivo, a través de la palabra, procura que el analizante “diga más de lo que sabe” (Ibid., p. 177). Se intenta producir un encuentro con otra lógica en el relato, con pensamientos y mociones que pertenecen a una intimidad que son un secreto para el mismo paciente.
La eficacia de esta operación precisa que se actúe bajo el marco de la transferencia. Experiencia íntima del análisis si la hay. Pero no sólo por las intimidades que se develen por el lazo de confianza con el analista; se trata, fundamentalmente, de la transferencia como medio para la emergencia de mociones inconscientes que se filtran al investir al analista como objeto libidinal, que pasa a formar parte de la economía psíquica del analizante. Experiencia de investidura que tenderá a reeditar en acto con el analista “cierta especificidad determinada para el ejercicio de la vida amorosa” (Freud, 1912, p. 97), representando en acto un clisé amoroso que transporta lo pulsional a satisfacer.
Juana dice en sesión: “Yo sé que a vos no te gusta que me refiera a mi jefe como autoritario, pero no se me ocurre otra forma de nombrarlo” y sigue demandando a su analista, con tono desafiante, que entienda por qué lo nombra así a su jefe…
Sorprendido por esta demanda, me percato de que se dirige al objeto libidinal que represento. Quizás un tono de voz, una mirada, algo de mi persona, haya oficiado de apuntalamiento para esa transferencia. Mientras Juana expresa su querella ante el “gusto del analista”, el dispositivo se detiene por la transferencia en su faz resistencial. Pero también devela un elemento nuevo a analizar: la insistencia de una posición ignorada de sometimiento bajo protesta a un otro, a quien ubica como autoritario.
Confieso que estuve tentado de preguntarle de dónde sacó esa afirmación sobre mi persona. Pero pude privarme de hacerlo, pues era poner en juego la resistencia del analista. Así que me sostuve en el concepto de abstinencia, lo que permitió seguir apostando al dispositivo: le pregunto qué asocia con la palabra “autoritario”.
Juana se molesta al traer viejos nuevos recuerdos de su infancia con una madre autoritaria… pero insiste: “esto es distinto, mirá lo que me hace este tipo…” y se enoja con la mala suerte que tiene en la vida, que le tocan trabajos con jefes autoritarios; insistencia que devela una compulsión de repetición, la resistencia del ello que no renuncia a una satisfacción pulsional que tiende a recrear en la vida actual situaciones infantiles, como si vinieran del exterior o de un destino cruel. (Freud. 1926, p. 144)
En estas cuestiones, aparentemente banales, se juegan esas intimidades que nos habitan y, sin darnos cuenta, dirigen nuestras vidas. Si van por el camino de propiciar el trabajo, el amor, la vida social y aportan recursos para sobrellevar el malestar en la cultura, es probable que esa intimidad no llegue a desplegarse en un análisis; otra cosa es cuando comprometen la vida de un sujeto, generando condiciones para producir padecimiento subjetivo, al poner obstáculos que se manifiestan en la capacidad de amar y producir.