A lo largo de mi experiencia clínica tuve la oportunidad de atender a niños que sufrieron la muerte de un familiar cercano de manera repentina. Dichos acontecimientos constituían situaciones de pérdida reales, acaecidas en plena etapa de desarrollo de la subjetividad del infante.
A partir de las particularidades del trabajo clínico, me surgieron interrogantes que conformaron puntos nodales en mi labor.
Una pregunta que circulaba en mis reflexiones era si era posible procesar psíquicamente un hecho que había sido vivido de manera disruptiva y que, al mismo tiempo, le exigía al aparato anímico de un niño, que se encontraba aún en vías de constitución, un trabajo de elaboración particular.
En la misma línea me interrogaba si nuestra cultura actual, que privilegia las imágenes en detrimento de palabras que sustituyan y metaforicen acontecimientos, es capaz de ofrecer recursos simbólicos que faciliten un proceso de duelo.
Desde estas inquietudes que provienen, por un lado, desde el plano social y, por el otro, desde lo singular del sujeto, emergía también una interpelación acerca de la posición del analista dentro un proceso tan complejo de asir. ¿Con qué estrategias intervenir en el análisis de un niño para que algo de la palabra y metabolización de la ausencia se produzca?, ¿es el juego en la clínica una vía regia para procesar la muerte de personas tan esenciales en la vida de un niño? Ya que no se trata de pérdidas inherentes a cada etapa evolutiva, las cuales propician y habilitan un desarrollo “normal” junto a nuevas adquisiciones subjetivas.
Freud propone que la puesta en marcha del trabajo del duelo comienza con el examen de realidad que muestra que “el objeto amado ya no existe más” (Freud, 1917 [1915], p. 242). Esta condición exige al yo un desasimiento de la libido y de los enlaces que sostenía hasta el momento con ese objeto. En la misma línea, agrega que a esta labor se opone una “comprensible renuencia” que puede alcanzar distintos niveles de intensidad, pero se espera que sea un estado transitorio y que finalmente prevalezca el acatamiento a la realidad.
Intentaré ilustrar los interrogantes volcados hasta el momento a través de unas viñetas clínicas de una paciente a la que llamaré Jazmín[1].
Jazmín, de cinco años, se encontraba en tratamiento al momento de la pérdida repentina de su madre. La niña no tuvo oportunidad de asistir a los rituales que generalmente conllevan la muerte de un ser querido. La familia tomó palabras del discurso médico para explicar lo sucedido, y lo complementó con videos facilitados por las nuevas tecnologías que describían, mediante imágenes técnicas, el proceso al que había sido sometida su progenitora. En este sentido, considero que no se preservó a la niña de un fragmento de la realidad muy crudo —y cruel—, sino, por el contrario, la imagen se le impuso como algo proveniente del exterior, fijo e intrusivo. De este modo se obturó un proceso de elaboración y construcción singular del duelo, ya que no pudo contar con una red de representaciones que le permitiera poner en juego recursos simbólicos propios disponibles hasta el momento.
A partir de este hecho, se agudizaron dificultades en el aprendizaje y además la encopresis se consolidó como un nuevo trastorno. En este punto, me detengo y conjeturo que, de manera inconsciente, la niña establecía una identificación con un objeto malo, que huele mal, pues sentía que la habían tratado como “caca”. Se sumaba a esto un desinterés en su propia persona que se tradujo en suciedad y ausencia de la coquetería que sostenía hasta el momento.
Los juegos que se suscitaron inmediatamente después de la muerte de la mamá daban cuenta de una acentuación de defensas maníacas, de omnipotencia y renegación para enfrentar el dolor. En ese entonces realizaba en el consultorio un despliegue multiforme de conductas maltratadoras y amenazantes. Jugaba a que era una reina que gritaba dando órdenes imperativas, obligándome a realizar las tareas menos agradables: barrer, limpiar, incluso en una oportunidad me ordenó comer caca. Utilizaba con frecuencia insultos que luego intentaba desdibujar. Era una reina que gozaba del sufrimiento ajeno. A la vez, creaba diferentes personajes cambiando el tono de su voz, Jazmín se “dividía” en dos: por un lado, personajes sádicos que disfrutaban del sufrimiento ajeno y, por el otro, figuras benévolas que regulaban la maldad de los primeros.
Discierno, a partir de estas escenas lúdicas, un rebajamiento de su sentimiento yoico además una identificación inconsciente con el objeto perdido. La muerte de la mamá activó la ambivalencia afectiva amor/odio propia del Complejo de Edipo que se encontraba aún en vías de elaboración.
Aquellos postulados de Freud que abordan la melancolía me brindaron distintas líneas de trabajo. En ellos, el autor resalta que “una parte del yo se contrapone a la otra, la aprecia críticamente, la toma por objeto”. Luego agrega que “la pérdida del objeto hubo de mudarse en una pérdida del yo, y el conflicto entre el yo y la persona amada, en una bipartición entre el yo crítico y el alterado por la identificación” (Freud S.,1917 [1915], p. 245)
Las viñetas que destaco me permiten conjeturar que la niña realizaba intentos por soslayar “el displacer doliente” propio de un proceso de duelo normal. Al identificar a su madre como caca y a ella misma con su madre se vengaba de ella, a costa de que el castigo recayera, en realidad, sobre sí misma, pues la dejaba con pocos recursos para jugar con pares y nutrirse de nuevos conocimientos.
El desafío de mi posición como analista era sostener las manifestaciones de desborde pulsional y emocional durante los siguientes encuentros que se suscitaron.
Conjeturo que con la partida de un ser tan querido como la mamá desaparecía además una mirada singular y única que colocaba a Jazmín en lugar de “princesa”. Ante la ausencia de una “reina” había un lugar percibido como vacío que se vio impelida a ocupar, con el costo que esto significaba; la pérdida de su propia singularidad como niña o como “princesa”, como ella se hacía llamar. Asimismo, noto que alterna llamativamente su uso del lenguaje, hablando de su madre en tiempo presente por momentos y, por otros, en pasado.
Diversos autores señalan que la reacción de un niño al enfrentarse con la muerte es la de renegación y escisión. El yo desmiente una parte de la realidad, y de eso se pueden percibir dos actitudes diferentes: una acorde con el deseo y otra acorde con la realidad.
En este sentido y desde mi posición de analista, ¿es posible sostener la renegación?, ¿de qué manera?, ¿hasta cuándo?
El concepto de “moratoria benéfica” que desarrolla María Lucila Pelento (Pelento M.L, 2001: 210-218) me ayudó a entender el proceso de duelo en pacientes pequeños que habían atravesado pérdidas de personas significativas en su vida.
Mis intervenciones en el análisis con Jazmín apuntaban a propiciar una mayor integración yoica. De esta manera, los juegos se fueron modificando progresivamente. La niña propuso arreglar objetos y también elaboraba escenas donde debía preparar comidas para los “pobres” o “huérfanos” que se quedaron sin hogar y sin familia.
En estos juegos Jazmín esbozaba un interés y una preocupación por el otro, además de una intención de “dar” a los demás algo de sí valioso. Al mismo tiempo, subyacía un temor a brindar objetos que consideraba estimados, pues dejaba traslucir en sus comentarios que ya no estaba dispuesta a perder nada valioso de sí misma.
En la medida que pudo desligar el “dar” del “perder”, logró un alivio y también alegría en el juego con sus pares porque también podía obtener un lugar privilegiado “brindando” o brindándose a los demás.
Una propuesta nueva en el tratamiento fundó un giro singular; Jazmín me sugirió plantar semillas en un cantero que se encontraba frente al consultorio, a lo cual accedí. Con el acto de la siembra también comenzaron a emerger nuevos interrogantes acerca del nacimiento de las plantas, su cuidado, sus necesidades y su caducidad.
Mis resonancias contratransferenciales me suscitaron la imagen del ritual que se lleva a cabo en un cementerio, al mismo tiempo que constituye la siembra de una futura vida. Jazmín consiguió llevar a cabo un ritual singular, signado por sus propios cuestionamientos acordes a su etapa evolutiva. El enigma del origen, la muerte, la maternidad y la sexualidad se unifican en esa escena.
El hecho acontecido en un momento posterior o durante el establecimiento del complejo de Edipo permitió que la niña pueda descubrir su propia capacidad interpretativa capaz de otorgar sentidos. La búsqueda de sentidos abre posibilidades de realizar preguntas, armar relatos, dar un significado singular a la muerte, pero también al enigma del propio origen y existencia. Esto permitió inaugurar un trabajo de duelo.
Se tornó necesario hacer una labor de reapropiación de un lugar perdido, que ya no era el mismo que tenía hasta el momento del acontecimiento de la pérdida, sino que era uno que la habilitó a tener un posicionamiento en la realidad que trascendía sus propias fantasías edípicas dentro de una nueva trama de configuraciones familiares.
El juego, a la manera de la asociación libre en el análisis de adultos, implicó una repetición necesaria con variantes. Las pequeñas variaciones que sesión a sesión se producían en sus escenas lúdicas constituían una evidencia de la elaboración psíquica, abriendo así la posibilidad de las preguntas que en el momento de la muerte de la madre no había podido formular.
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