Mientras ensayábamos este vistazo panorámico sobre las operaciones del chiste tendencioso, se nos situó en primer plano lo que es más visible, a saber, el efecto del chiste sobre quien lo escucha. Empero, para entender el chiste son más significativas las operaciones que él consuma- en la vida anímica de quien lo hace o, para decirlo de la única manera correcta, de aquel a quien se le ocurre. Ya una vez concebirnos el designio —y aquí hallamos ocasión de renovarlo— de estudiar los procesos psíquicos del chiste con referencia a su distribución entre dos personas. Provisionalmente expresaremos la conjetura de que, en la mayoría de los casos, el proceso psíquico incitado por el chiste es copia en el oyente del que sobreviene en el creador. Al obstáculo externo que debe ser superado en el oyente corresponde un obstáculo interno en el chistoso. En este último ha preexistido por lo menos la expectativa del obstáculo externo como una representación inhibidora. En ciertos casos es evidente el obstáculo interno superado por el chiste tendencioso; acerca de los chistes del señor N., por ejemplo, pudimos suponer que no sólo posibilitaban al oyente el goce de la agresión mediante injurias, sino sobre todo a él mismo el producirlas. Entre las variedades de la inhibición interna o sofocación, hay una merecedora de nuestro particular interés por ser la más extendida; se la designa con el nombre de «represión» y se le discierne la operación de excluir del devenir-conciente tanto las mociones que sucumben a ella como sus retoños. Pues bien; nos enteraremos de que el chiste tendencioso sabe desprender placer aun de esas fuentes sometidas a la represión. Si de esta suerte, como antes indicamos, la superación de obstáculos externos se puede reconducir a la de obstáculos internos y represiones, es lícito decir que el chiste tendencioso muestra con la mayor claridad, entre todos los estadios de desarrollo del chiste, el carácter rector del trabajo del chiste: liberar placer por eliminación de inhibiciones. Refuerza las tendencias a cuyo servicio se pone aportándoles unos socorros desde mociones que se mantienen sofocadas, o directamente se pone al servicio de tendencias sofocadas.
Freud S. (1991). El mecanismo de placer y la psicgénesis del chiste. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 8, pp. 128-129). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1905).
Ahora bien, ¿por qué no río de mi propio chiste? ¿Y cuál es aquí el papel del otro?
Consideremos primero la segunda de esas preguntas. En lo cómico intervienen en general dos personas; además de mí yo, la persona en quien yo descubro lo cómico. En los casos en que los que me parecen cómicos son objetos del mundo, ello sólo ocurre por una suerte de personificación, no rara en nuestro representar. Al proceso cómico le bastan esas dos personas: el yo y la persona objeto; puede agregarse una tercera, pero no es necesaria. El chiste como juego con las propias palabras y pensamientos prescinde al comienzo de una persona objeto, pero ya en el estadio previo de la chanza, sí ha logrado salvar juego y disparate del entredicho de la razón, requiere de otra persona a quien poder comunicar su resultado. Ahora bien, esta segunda persona del chiste no corresponde a la persona objeto, sino a la tercera persona, al otro de la comicidad. Pareciera que en la chanza se trasfiriese a la otra persona el decidir si el trabajo del chiste ha cumplido su tarea, como si el yo no se sintiera seguro de su juicio sobre ello. También el chiste inocente, reforzador del pensamiento, requiere del otro para comprobar si ha alcanzado su propósito. Y cuando el chiste se pone al servicio de tendencias desnudadoras u hostiles, puede ser descrito como un proceso psíquico entre tres personas; son las mismas que en la comicidad, pero es diverso el papel de la tercera: el proceso psíquico del chiste se consuma entre la primera (el yo) y la tercera (la persona ajena), y no como en lo cómico entre el yo y la persona objeto.
Freud S. (1991). Los motivos del chiste. El chiste como proceso social. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 8, pp. 137-138). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1905).
Apéndice C. Palabra y cosa
[La sección final del artículo de Freud sobre «Lo inconciente» parece tener raíces en su temprana monografía sobre las afasias (1891b). Tal vez sea de interés, entonces, reproducir aquí un pasaje de ese trabajo (correspondiente a las págs. 74-81 de la edición alemana original) que, si bien no es en sí mismo fácil de entender, echa luz sobre los supuestos en que se basaron algunas concepciones posteriores de Freud. Otro interés incidental de este pasaje radica en que Freud emplea en él, como, no era habitual que lo hiciera, el lenguaje técnico de la psicología «académica» de fines del siglo xix.
[Este fragmento continúa una serie de argumentos anatómicos y fisiológicos, de orden tanto negativo cuanto confirmatorio, que llevaron a Freud a plantear un esquema hipotético de funcionamiento neurológico que él denomina «el aparato del lenguaje». Debe señalarse que hay entre la terminología que utiliza aquí y la de «Lo inconciente» una importante diferencia, que puede dar origen a confusiones. Lo que aquí llama «representación-objeto» {Obiektvorstellung} es lo que en «Lo inconciente» denominaría «representación-cosa» {Sachvorstellung}, mientras que lo que allí designaría «representación-objeto» denota una combinación de la «representación-cosa» y la «representación-palabra», a la cual no le da ningún nombre específico en este pasaje.]
Examinemos ahora las hipótesis que nos hacen falta para explicar las perturbaciones del lenguaje sobre la base de un aparato del lenguaje construido de ese modo; dicho en otros términos: lo que el estudio de las perturbaciones del lenguaje nos enseña respecto de la función de este aparato. Al hacerlo distinguiremos en lo posible entre el lado psicológico y el anatómico de la cuestión.
Para la psicología, la unidad de la función del lenguaje es la «palabra»: una representación compleja que se demuestra compuesta por elementos acústicos, visuales y kinestésicos. El conocimiento de esta composición lo debemos a la patología, que nos enseña que en caso de lesiones orgánicas en el aparato del lenguaje sobreviene una fragmentación del habla siguiendo esta composición. De tal modo, nuestra expectativa es que la ausencia de uno de estos elementos de la representación-palabra habrá de resultar la marca más esencial que nos permitirá inferir la localización del proceso patológico. Suelen citarse cuatro ingredientes de la representación-palabra: la «imagen sonora», la «imagen visual de letras», la «imagen motriz del lenguaje» y la «imagen motriz de la escritura». Pero esta composición se muestra más compleja cuando se entra a considerar el probable proceso asociativo que sobreviene a raíz de cada operación lingüística:
1. Aprendemos a hablar en cuanto asociamos una «imagen sonora de palabra» con un «sentimiento de inervación de palabra»[1]. Una vez que hemos hablado, entramos en posesión de una «representación motriz de lenguaje» (sensaciones centrípetas de los órganos del lenguaje), de modo que la «palabra», desde el punto de vista motor, queda doblemente comandada para nosotros. De los dos elementos de comando, el primero, la representación de inervación de palabra, parece el de menor valor psicológico, y aun puede ponerse en entredicho, en general, su intervención como factor psíquico. Además, recibimos, después de hablar, una «imagen sonora» de la palabra pronunciada. En tanto no hayamos desarrollado más nuestro lenguaje, esta segunda imagen sonora sólo debe estar asociada a la primera, no precisa ser idéntica a ella[2]. En este estadio (del desarrollo del lenguaje en el niño) nos servimos de un lenguaje autocreado; nos comportamos como afásicos motores asociando diferentes sonidos de palabra ajenos con un sonido único producido por nosotros.
2. Aprendemos el lenguaje de los otros en cuanto nos empeñamos en hacer que la imagen sonora producida por nosotros mismos se parezca en todo lo posible a lo que dio ocasión a la inervación lingüística. Así aprendemos a «pos-hablar» {repetir lo dicho por otro}. Después, en el «hablar sintáctico» {zusammenhángenden Sprechen}, ilamos las palabras entre sí en cuanto para la inervación de la palabra que sigue aguardamos hasta que nos haya llegado la imagen sonora o la representación motriz de lenguaje (o ambas) de la palabra anterior. La seguridad de nuestro hablar muestra ser de comando múltiple [überbestimmt] [3] y soporta bien la ausencia de uno u otro de los factores de comando. Pero esta ausencia de la corrección ejercida por la segunda imagen sonora y por la imagen motriz de lenguaje explica muchas peculiaridades de la parafasia —fisiológica y patológica—.
3. Aprendemos a deletrear en cuanto enlazamos las imágenes visuales de las letras con nuevas imágenes sonoras que no pueden menos que hacernos recordar los sonidos de palabra ya conocidos. Enseguida repetimos {pos-hablamos} la imagen sonora que caracteriza a la letra, de modo que esta última se nos aparece también comandada por dos imágenes sonoras que coinciden y por dos representaciones motrices que se corresponden la una a la otra.
4. Aprendemos a leer en cuanto enlazamos, según ciertas reglas, la sucesión de las representaciones de inervación de palabra y motriz de palabra que recibimos a raíz de la pronunciación de las letras aisladas, y ello de tal suerte que se engendran nuevas representaciones motrices de palabra. Tan pronto pronunciamos estas últimas, descubrimos, por la imagen sonora de estas nuevas representaciones de palabra, que las dos imágenes, la motriz de palabra y la sonora de palabra, que así hemos recibido nos son familiares desde hace tiempo e idénticas con las usadas en el habla. Ahora asociamos con estas dos imágenes lingüísticas obtenidas por deletreo el significado que corresponde a los sonidos de palabra primarios. Ahora leemos entendiendo. Si primariamente no hemos hablado una lengua escrita sino un dialecto, tenemos que superasociar las imágenes motrices de palabra y las imágenes sonoras adquiridas por deletreo con las antiguas; así nos es preciso aprender una lengua nueva, lo cual es facilitado por la semejanza entre dialecto y lengua escrita.
La anterior exposición permite advertir que el aprendizaje de la lectura es un proceso muy complejo, en el que la vía asociativa cambia repetidamente de curso. Cabe esperar, entonces, que las perturbaciones de la lectura en la afasia se presenten de maneras muy diversas. Lo único decisivo para indicar una lesión del elemento visual en la lectura es la perturbación en el deletreo. La combinación de las letras en una palabra se produce trasfiriéndose a la vía del lenguaje; por tanto, queda suprimida en la afasia motriz. La comprensión de lo leído se obtiene sólo por medio de las imágenes sonoras producidas por las palabras pronunciadas, o por medio de las imágenes motrices de palabra surgidas en el proceso del habla. Se presenta así como una función que no sólo desaparece a raíz de una lesión motriz, sino también de una lesión acústica; además, como una función independiente de la ejecución de la lectura. La autoobservación nos muestra que existen varias clases de lectura, de las cuales una u otra renuncia a la comprensión de lo leído. Cuando leo pruebas de imprenta, para lo cual procedo a prestar particular atención a las imágenes visuales de las letras y otros signos de la escritura, se me escapa el sentido de lo leído, tanto que para un mejoramiento estilístico de las pruebas se necesita de una relectura especial. Si leo un libro que me interesa, por ejemplo una novela, paso por alto todos los errores de imprenta, y puede ocurrir que del nombre de los personajes actuantes no recuerde más que una impresión confusa, y, tal vez, que son largos o breves y contienen una letra llamativa, una «x» o una «z». Cuando debo leer en voz alta, para lo cual tengo que prestar particular atención a las imágenes sonoras de mis palabras y a sus intervalos, corro también el peligro de cuidarme demasiado poco del sentido; y tan pronto me fatigo, leo de tal modo que los otros todavía pueden entenderme, pero yo mismo ya no sé lo que he leído. Todos estos son fenómenos de una atención dividida, y surgen aquí precisamente porque la comprensión de lo leído !se produce siguiendo tan amplios rodeos. La analogía con nuestra conducta en el curso del aprendizaje de la lectura aclara que no puede hablarse de esa comprensión cuando el proceso mismo de la lectura tropieza con dificultades, y nos guardaremos muy bien de considerar la ausencia de comprensión como signo de interrupción de una vía. La lectura en voz alta no puede considerarse un proceso diverso de la lectura para sí, salvo el hecho de que contribuye a apartar la atención de la parte sensorial del proceso de lectura.
5. Aprendemos a escribir en cuanto reproducimos las imágenes visuales de las letras mediante imágenes de inervación de la mano, hasta dar origen a imágenes visuales iguales o semejantes. Por lo general, las imágenes de escritura son sólo semejantes a las imágenes de lectura y están superasociadas a ellas, pues leemos en letras de imprenta y aprendemos a escribir en letra manuscrita. La escritura se presenta como un proceso relativamente más simple y no tan fácil de perturbar como la lectura.
6. Puede suponerse que también más tarde ejercitamos las funciones singulares del lenguaje por las mismas vías asociativas que seguimos al aprenderlas. Aquí pueden sobrevenir abreviaciones y subrogaciones, pero no siempre es fácil indicar su naturaleza. La significación de estas disminuye, además, por la observación de que en casos de lesión orgánica el aparato del lenguaje probablemente se verá dañado en alguna medida como un todo y forzado a retroceder a los modos de asociación primarios, bien establecidos y más minuciosos. En cuanto a la lectura, es indudable que en el caso de las personas ejercitadas se hace valer el influjo de la «imagen de palabra visual», de suerte que palabras individuales (nombres propios) pueden leerse aun prescindiendo del deletreo.
La palabra es, pues, una representación compleja, que consta de las imágenes que hemos consignado; expresado de otro modo: corresponde a la palabra un complicado proceso asociativo, en el que confluyen los elementos de origen visual, acústico y kinestésico enumerados antes.
Ahora bien, la palabra cobra su significado por su enlace con la «representación-objeto»[4], al menos si consideramos solamente los sustantivos. A su vez, la representación-objeto es un complejo asociativo de las más diversas representaciones visuales, acústicas, táctiles, kinestésicas y otras. Por la filosofía sabemos que la representación-objeto no contiene nada más que esto, y que la apariencia de ser una «cosa» {Ding}, en favor de cuyas diversas «propiedades» aboga cada impresión sensorial, surge sólo por el hecho de que a raíz del recuento de las impresiones sensoriales que hemos recibido de un objeto del mundo {Gegenstand} admitimos todavía la posibilidad de una serie mayor de nuevas ímpresiones dentro de la misma cadena asociatíva (J. S. Mill)[5]. La representación-objeto nos aparece entonces como algo no cerrado y que difícilmente podría serlo, mientras que la representación-palabra nos aparece como algo cerrado, aunque susceptible de ampliación.
Esquema psicológico de la representación-palabra.
La representación-palabra aparece como un complejo cerrado de representación; en cambio, la representación-objeto aparece como un complejo abierto. La representación-palabra no se enlaza con la representación-objeto desde todos sus componentes, sino sólo desde la imagen sonora. Entre las asociaciones de objeto, son las visuales las que subrogan al objeto, del mismo modo como la imagen sonora subroga a la palabra. No se indican en la figura las conexiones de la imagen sonora de la palabra con otras asociaciones de objeto que no sean las visuales.
He aquí la tesis que, sobre la base de la patología de los trastornos del lenguaje, no podemos menos que formular: La representación-palabra se anuda por su extremo sensible (por medio de las imágenes de sonido) con la representación-objeto. Así llegamos a suponer la existencia de dos clases de trastornos lingüísticos: 1 ) una afasia de primer orden, afasia verbal, en la que solamente están perturbadas las asociaciones entre los elementos singulares de la representación-palabra, y 2) una afasia de segundo orden, afasia asimbólica, en la que está perturbada la asociación entre representación-palabra y representación-objeto.
Uso el término «asimbolia» en otro sentido que el corriente desde FinkeInburg [6], porque la relación que media entre representación-palabra y representación-objeto me parece más merecedora del nombre «simbólica» que la que media entre objeto y representación-objeto. Propongo llamar «agnosia» a las perturbaciones en el conocimiento de objetos del mundo que FinkeInburg resume bajo el término «asimbolia». Ahora bien, sería posible que trastornos agnósticos (que sólo pueden producirse en caso de lesiones bilaterales y extensas de la corteza) conllevaran también una perturbación del lenguaje; en efecto, todas las incitaciones para el habla espontánea provienen del campo de las asociaciones de objeto. A estas perturbaciones del lenguaje las llamaría yo afasias de tercer orden o afasias agnósticas. Y, de hecho, la clínica nos ha permitido conocer algunos casos que reclaman esta concepción. […]
Freud S. (1991). Lo inconciente. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 14, pp. 207-213). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1915).
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