NÚMERO 27 | Mayo 2023

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Otras tierras del mundo | Juan Carlos Volnovich

La migración, el exilio y el desafío de desarrollar una práctica lejos del país de origen, ser psicoanalista en un país socialista. El mar pacífico, la rosa china. Terapeuta y paciente, unidos por la fobia, atravesados por la Revolución frente a lo social instituido.

«Otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos», decía el Che en su carta de despedida a Fidel del 3 de octubre de 1965.

Sin tanto heroísmo y atravesado por el terror, partí con mi familia a Cuba (diciembre de 1976) en búsqueda de otras tierras del mundo que me permitieran sobrevivir, aunque no reclamaran «el concurso de mis modestos esfuerzos».

Cuba era, por entonces, territorio libre de psicoanálisis. Antes del triunfo de la Revolución de 1959, el psicoanálisis no había florecido en este país. Los pocos médicos cubanos que se interesaban en él se mudaban a los Estados Unidos y allí se quedaban; quienes permanecieron en Cuba huyeron en los primeros meses de ese año.

Arribar a un territorio libre de psicoanálisis, desde la Argentina de los 60 y los 70, se las trae. Yo había abierto los ojos con Pichon Rivière y con Bleger, había aprendido a balbucear en la Facultad de Psicología, había despertado de mi sueño de clase media dorada en el Servicio de Psicopatología del Lanús… había comenzado a transitar el psicoanálisis en el Instituto de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) y a reclamar mi lugar en el mundo con Plataforma. Y Cuba no sólo era otro país, era otra cultura… Cuba era otro sistema social. Desde los años 30 del siglo pasado, en la naciente Unión Soviética, no había psicoanalistas —formados en la venerable Institución fundada por Freud— que hubieran realizado su práctica en un país socialista.     

En La Habana, atendí a una nena de 9 años a quien llamé Mailín. Eso fue en 1977.

La mamá había consultado en el Servicio de Psiquiatría del Hospital Pediátrico porque Mailín le tenía miedo al «mar pacífico», una flor roja con corola y pistilo que inunda La Habana y que nosotros conocemos como rosa china.

Fue así: el 28 de octubre era su cumpleaños y, también, el aniversario de la desaparición de Camilo Cienfuegos quien, junto a Fidel y el Che, lideró la guerrilla en la Sierra Maestra. El avión donde viajaba Camilo desapareció en el mar pocos meses después del triunfo de la Revolución, y es por eso que todos los niños en edad escolar van a la costa, al malecón habanero, para arrojar flores al mar en su aniversario. Ese 28 de octubre, en pleno homenaje, le pusieron en las manos un ramo de «mar pacífico» y Mailín empezó a transpirar, a temblar y se desmayó.

Ya antes le había pasado. Una vez entró al aula y la maestra de Botánica estaba dibujando un «mar pacífico» en el pizarrón. Entonces, empezó a temblar, vomitó, y tuvieron que llevarla de regreso a su casa. Después, cuando iba para la escuela, sólo buscaba detectar la flor para eludirla. Cruzaba la calle, hacía rodeos y, finalmente, no pudo concurrir más por miedo a encontrar la flor en el camino.

Mailín es la mejor alumna del aula, muy inteligente, graciosa. «Tiene alma de líder», dice la mamá. De hecho, dirige su grupo, representa a su escuela en actos políticos, habla en público con desenvoltura poco común…, pero le tiene pánico al «mar pacífico».

La mamá de Mailín, joven, muy alegre y graciosa, no sale a trabajar. El papá es muy celoso, y por eso ella es modista y trabaja en la casa. El papá, además de ser celoso, brilla de orgullo cuando habla de los logros de Mailín, pero no le sabe poner límites. «La consiente en todo, le da todos los gustos, la malcría», se queja, cómplice, la mamá.

Veo a Mailín tres veces por semana.

Durante las sesiones dibuja, juega, habla y relata sueños. Al principio, juega con una muñeca, dibuja casitas, jardines y flores. Pero, no al «mar pacífico”. Cuando yo menciono la flor, interrumpe el juego, se muestra molesta y empieza a temblar y a transpirar. Entonces, me abstengo de hacerlo.

Un día me cuenta un sueño. Una pesadilla «horrible», dice, y no sabe por qué.

El relato del sueño es el siguiente:

Entro al aula y, en el pizarrón, veo un mapa que me asusta. Me desperté gritando. Te voy a dibujar el sueño.

Mientras dibuja el sueño, recuerda aquella vez que entró al aula y se encontró con la flor inefable en el pizarrón. Solo que, ahora, en la pesadilla, no es la flor, aclara.

—Es un mapa, el mapa de Cuba. Además, no era el aula a la que concurro ahora, la que vi en el sueño. Era el aula de primer grado.

Allí donde aprendiste a escribir «mamá» y «papá», «mapa» —sugiero.

Y es entonces que, por primera vez y sin angustiarse y como una revelación, la nombra:

—Mar pacífico —dice serena, como quien inaugura el habla.

Acto seguido, decidida y como venciendo una fuerza ajena, lápiz y papel en mano, dibuja una casita convencional con techo a dos aguas. Desde la ventana se ven dos camas separadas por una mesita de noche muy alta con un velador encendido. Las rayitas alrededor de la lamparita, así me lo indica.

De modo que tú quieres que hablemos sobre lo que pasa por la noche —le digo.

Y es entonces cuando emerge escenificado, reactualizado, el relato oral, gráfico, gestual.

Mailín dormía en la habitación de los padres y, en una oportunidad, había presenciado el coito entre ellos. Después, haciéndose la dormida, intentó espiarlos nuevamente con una profunda angustia por descubrirlos y porque la descubrieran despierta,

Con el tiempo, se le pasó esa angustia y ya no pensó más en eso. Cuando se le pasó, coincidió con la aparición de la necesidad compulsiva de buscar y detectar la flor para eludirla.

El análisis continuó. Creí entender, entonces, que Mailín se veía acosada por los miedos, los había construido como castigo por su «herejía». Los miedos la devolvían a su lugar. Ella también —fobia mediante, como la mamá— estaba condenada a la clausura del hogar. Sus miedos tenían el tamaño de su culpa inconsciente. Sus miedos tenían la dimensión de su ambición.

Hasta que un día, súbitamente, Mailín reconoce, perpleja, sorprendida, que ya no le tiene más miedo al «mar pacífico» unido por el tallo a la raíz en la tierra. Es la flor cortada, arrancada, movible, la que le da miedo. Y, cuando después, no mucho después, le perdió totalmente el miedo a esta flor, fue puliendo sus condiciones de líder, se abrió al mundo y se desplegó en él.

La superación del miedo al “mar pacífico” —primero arraigado y luego cortado— abrió el camino de la despedida. En 1980, decidimos terminar el análisis y durante cuatro años sólo la vi una vez por televisión diciendo un discurso junto a Fidel en un acto político. En los finales de 1984, poco antes de regresar a la Argentina, vino a verme. Quería volver a analizarse. Esta vez no la trajo la mamá. Vino sola y me costó reconocerla. Estaba yo, ahora, frente una dirigente estudiantil, fresca y aplomada, de 16 años. Me contó sus logros, sus convicciones y sus contradicciones con los dirigentes del Partido, sus viajes al exterior representando a Cuba y sus proyectos futuros. Pero no era por eso por lo que quería verme. Estaba enamorada. Tenía novio. Él tenía 19 años. Ella lo quería y él insistía en tener relaciones sexuales. Eso era lo que le daba miedo.

No. No es un miedo como el de antes al «mar pacífico» —me dijo riendo—. Antes era una niña y ahora soy una mujer. Pero, por momentos, es tanto el miedo que creo que no voy a poder hacerlo nunca. Por eso estoy aquí.

La fobia a la flor, el alma de líder de Mailín condensan una historia individual y social que, en el proceso terapéutico, me incluye y torna interminable su análisis. Sería esquemático y simplificador señalar la continuidad de lo individual y lo social. Sería imposible separar lo estrictamente psicoanalítico del saber sobre el género. Todo se superpone y se condensa.

Que la fobia a la flor, flor arrancada, reaparezca una y mil veces como amenaza para romper con ataduras ancestrales, con el modelo femenino tradicional —ruptura que la Revolución social instala— me parece una evidencia que, aun así, llamará a la polémica.

Que la Revolución —en cuyo seno Mailín nació y creció— impulsara de manera inusitada la incorporación de la mujer al trabajo y a la igualdad de derechos y obligaciones con los hombres, es otra afirmación también polémica.

Que Mailín, vertiginosamente, haya sido arrastrada e impulsada a ser «alma de líder», como relevo del desaparecido Camilo, es una «casualidad» de trascendencia indudable.

Solo me queda la certeza de saber que Mailín y yo estuvimos juntos en ese proceso terapéutico. También nos unió la turbulencia, el torbellino, la vorágine de la historia. Me separaba de Mailín una generación, una procedencia geográfica y social. La diferencia de género. Nos unía una fobia. Una misma fobia. Fobia-respuesta de Mailín a la exigencia a cortarse de un modelo de mujer sumiso, obediente e incorporarse a la vida plena. Fobia-respuesta, la mía, a mi exigencia de exiliado, desarraigado, cortado de mi país y mis orígenes y enfrentado a desarrollar una práctica doblemente imposible: psicoanalista en un país socialista, psicoanalista en otras tierras.

Acerca del autor

Juan Carlos Volnovich

Juan Carlos Volnovich

Comentarios

  1. excelente escritura,contenidos psicoanalíticos imprescindibles en la actualidad y una clínica acerca de las angustias en las infancias hoy mas que nunca necesarias

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